Existen diferentes sensibilidades respecto al modelo de la Europa que se quiere construir y muchos son los ciudadanos que, al plantear nuestro futuro, se preguntan quiénes somos los europeos y cuál ha sido el principio del crecimiento de esta gran nación de naciones.

El estudio de la historia demuestra que los grandes valores de la civilización -y la libertad política es uno de estos valores- duran en el tiempo y se propagan en el espacio sólo cuando tienen un gran soporte espiritual y cultural. Por decirlo de otro modo, la libertad es posible, en todas sus expresiones, sólo cuando está sostenida por una suma de experiencias morales y civiles. Por tanto, es ineludible, a la hora de plasmar los principios de nuestra Constitución Europea, hacer inventario de nuestra herencia cultural y espiritual y preguntarnos quiénes somos, cuáles son nuestras señas de identidad y hacia dónde caminamos. Es indiscutible que Europa constituye una unidad histórica y cultural que se ha extendido geográficamente a lo largo de los siglos. Nadie pone en discusión que en nuestros orígenes están Grecia y Roma, el doble imperio bizantino y latino, la religión judía y el cristianismo. A partir de estas raíces hemos crecido. El cristianismo ha dado a Europa su propia imagen, insertando en la conciencia común principios fundamentales de la humanidad, y sus huellas externas están por doquier. Es imposible pensar en una Europa sin las catedrales de Nôtre Dame, de Colonia y la abadía de Westmister; sin la aportación al pensamiento social de los primitivos Padres de la Iglesia, pensamiento presente en las ideas de sindicatos y movimientos de izquierda; sin los monasterios y los manuscritos medievales que han salvado del olvido las obras de los clásicos antiguos; sin la Divina Comedia de Dante, sin la poesía de Santa Teresa o Fray Luis de León, sin las tesis filosóficas y políticas de San Agustín y de Locke, sin las investigaciones científicas y las teorías de Copérnico, de Miguel Servet y de Newton; sin las misas de Mozart, de Bach o de Bethoven, sin las grandes coreografías que Diaghilev, Balanchine o Bejart han creado sobre temas religiosos; sin los magníficos lienzos y esculturas que pintores y escultores de todos los tiempos han dedicado a la historia del cristianismo. ¡Y quién puede olvidar las numerosas poblaciones europeas rotuladas con el nombre de María y de los santos!

Desde que Pablo de Tarso comenzó a persuadir a griegos y romanos, el cristianismo ha sido y es el alma de Europa. Es lógico que, por el análisis de la historia, no consideremos descabellado hacer referencia al cristianismo en la Carta Magna Europea. Ese es nuestro patrimonio cultural común.

por @mbellido

La web del periodista Manuel Bellido Bello con opiniones, artículos y entrevistas publicados desde 1996. Manuel Bellido https://en.gravatar.com/verify/add-identity/09e264a7e3/manuelbellido% 40manuelbellido.com