Un virus ataca nuestra sociedad desde hace tiempo, un virus que ha evolucionado y, al igual que el de la gripe que causa la destrucción de células de la mucosa respiratoria o el de la rabia, que destruye neuronas y puede ser mortal para las personas, este virus está impidiendo una regeneración vital y saludable y el avance en valores de la sociedad. Se trata de un desarrollo excesivo, un aumento desmesurado y perjudicial de los derechos por encima de los deberes. Una verdadera hipertrofia del concepto “derecho”. No me refiero a los derechos humanos que han sido y son fundamentales para establecer las condiciones indispensables para garantizar la dignidad humana y hacer posible que los seres humanos vivan en un entorno de libertad, paz y justicia. No hablo de los principios fundamentales del derecho a la vida o a la igualdad y libertad de expresión y de conciencia, etc. Estos derechos son sagrados y han sido precisamente el necesario carburante para alimentar y fortalecer la democracia. Me refiero a ese lado oscuro que, desgraciadamente, tienen todas las cosas y, por supuesto, también la forma de entender derechos y deberes. Una parte de la sociedad se ha dejado llevar cada vez más por una especie de compadreo permisivo, poniendo el acento en todo lo que se puede exigir desde que se tiene uso de razón, pero olvidando u omitiendo la necesidad de compatibilizar esos derechos con deberes. Se ha creado una mentalidad que contagia, sobre todo a los más jóvenes, y les hace pensar que todo se consigue en el aquí y en el ahora y a cualquier precio. La palabra esfuerzo ha pasado a ser considerada un concepto descartado o negativo, mientras que hedonismo, violencia y sexo por el sexo se han posicionado como motivos centrales, recurrentes, a la orden del día en varias situaciones y que, con el pasar de los años, se convierten en aspiraciones que no siempre consideran y respetan el limite ético en el concepto mismo de libertad. Síntomas se detectan, por ejemplo, en cierta clase política, donde no siempre los modos, las formas y la sustancia de los gestos y los discursos políticos se realizan desde la templanza y la moderación, desde el equilibrio entre los intereses propios y los del conjunto de la sociedad, desde un nivel intelectual y cultural adecuado y con la necesaria visión de estado que hace estar por encima de las divisiones partidarias o de las luchas por hacerse con el “sillón” de la administración pública correspondiente. El reflejo de este desequilibrio entre derechos y deberes, entre egoísmo y generosidad, nos lo muestran muchos medios de comunicación poniendo en relieve personajes y relatos demagógicos y superficiales, pensamiento, vida y obra de una parte de la sociedad contagiada de lo permisivo, que mira hacia otro lado cuando se le exige responsabilidad, ejemplos de triunfo fácil carentes de meritocracia y donde lo indeterminado, lo impreciso, lo indefinido, lo confuso, lo ambiguo y lo equívoco abunda y se minimiza el valor de decir la verdad y llamar a las cosas por su nombre.

En momentos en los que los individualismos políticos debilitan la democracia y en los que las pancartas inundan las calles de proclamas de derechos sin un atisbo de preocupación por equilibrarlos con los deberes, en una realidad en que las empresas son las únicas capaces de crear empleos, oportunidades, avances tecnológicos que cooperan al bienestar de la sociedad, que con responsabilidad social están velando por cooperar en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible contenidos en la Agenda 2030, es necesario que emerja la sociedad civil sana que aún late en nuestro país. Que lo haga como fuerza y lugar para la construcción de una sana y constructiva opinión pública y para la vigilancia del uso del poder gubernamental y parlamentario, construyendo visiones comunes de España y de los asuntos ciudadanos. Una tarea apasionante a la que Agenda de la Empresa, con el ejercicio del periodismo constructivo, quiere contribuir.

Manuel Bellido

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