Luis Gonzaga Quintanal  San Emeterio falleció el 8 de junio de 1971 a los veintiún años de edad.

Era mi amigo.

Una mala enfermedad maltrató su cuerpo durante meses con dolores insoportables que   ningún fármaco era capaz de aliviar.  Las últimas semanas de vida pasé muchas horas junto a él en aquella habitación del domicilio paterno, que a mí me parecía un lugar sagrado, un santuario iluminado por el inmenso amor de su familia y el inmenso dolor que poco a poco lo consumía.

Nuestra amistad había florecido unos años antes. Nos frecuentábamos casi todos los días. Cuando salía por las tardes de la Escuela donde estudiaba Arte y Decoración, pasaba a saludarme a casa. Conversábamos  un rato sentados en el portal de mi casa o dábamos un paseo mientras lo acompañaba a la suya. Luis, era un ser profundamente cercano, profundamente espiritual, profundamente sensible y lleno de sabiduría. Yo tenía 17 y el 21, pero su actitud fue siempre  hacia mí  de igual a igual.  Unas semanas antes de enfermar, me había confesado la fortaleza de su amistad. Llegó a decirme que lo más hermoso de la amistad era estar dispuesto a dar la vida por el amigo. A veces, si llegábamos a discrepar en algo, siempre me decía: “qué importa que no coincidamos, lo importante es lo que une, no lo que nos divide” Fue mi primera gran amistad, y puso el listón muy alto.  Han pasado muchos años de su muerte y sin embargo, a menudo lo siento en el silencio  susurrarme verdad y belleza que se derraman nítidas en mi alma. La verdad de que más allá del dolor y la muerte física hay algo en la vida que no muere y la belleza de esa valentía que le acompañó hasta el final. Luis sigue siendo hoy una especie de sol en el sol que me alumbra a menudo.
Mi pensamiento mira atrás y tengo la sensación de que está conmigo en ese instante que lo pienso. Puede parecer absurdo, porque sé que está  más allá del tiempo, donde no existe ni atrás ni adelante y, sin embargo lo siento conmigo.

Hay días en que su presencia difusa me sonríe. A veces tiendo a creer que aprueba  lo que hago, cuando el objeto de mi gesto es echar una mano a alguien o poner mi grano de arena para ayudar a resolver los problemas de la gente que me rodea. Esto de su aprobación, probablemente es sencillamente una sensación, porque quizás lo que hago en este sentido es muy poco y además mínimamente relevante para ti allí donde estés.  Mientras escribo estas líneas, imagino que sonríes. Yo también me sonrío, porque las palabras nunca saben expresar del todo determinados sentimientos. La esquela que he encontrado en la hemeroteca de ABC sobre tu funeral, me ha recordado esos papelitos que encontraba entre mis libros de escuela y que tú habías metido sin que yo lo notara; frases positivas de personajes históricos que transcribía para mí y que de vez en cuando descubría cuando menos lo esperaba.

Quizás hacía tiempo  que no te pensaba y has querido mandarme un silbido para recordarme que tu amistad no la ha borrado ni el tiempo ni la “distancia”.

por @mbellido

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