Sobre el escenario del Teatro de la Maestranza Günter Neuhold, Elena de la Merced, Román Trekel y el Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza. Un director, una soprano, un barítono y 82 cantantes dirigidos por Iñigo Sampil daban vida a Ein deutsches Requiem. Un réquiem alemán, no tiene nada que ver con las Misas fúnebres en latín de Mozart o de Verdi, no es un Réquiem en el sentido litúrgico más estricto, no es una Missa pro difuntics características de la liturgia católica ni tiene las características teatrales del rito romano; es una obra meditativa sin contrastes dramáticos, una obra coral que refleja la concepción de la muerte, entendida como pasaje a una vida mejor. Quizás tenga más que ver con un oratorio de Bach que con la espectacularidad del Réquiem de Berlioz. Los textos están tomados de pasajes del Antiguo Testamento, seleccionados y ordenados en un modo muy original para dar así a cada movimiento una particular sustancia poética y un determinado significado. El resultado es una obra coral de una intensidad expresiva abrumadora. Los primeros tres movimientos son la descripción de las miserias de la vida terrenal y su fragilidad, introduciendo también otros temas, como la consolación para los vivientes, la confianza en la Bondad Divina y la esperanza en la resurrección. Los otros cuatro movimientos evocan la felicidad de la vida eterna, la redención por parte de Cristo, la consolación del Paraíso después de los sufrimientos terrenales. La solida arquitectura musical está dominada por tonalidades mayores que dan a la Obra una espacialidad grandiosa. El jueves pasado, 13 de abril en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, como el 10 de abril de 1868 en la Catedral de San Pedro de Brema, el Réquiem de Johannes Brahms emocionó a muchos corazones. Las palabras finales que canta el coro están sacadas del Apocalipsis:
«Bienaventurados
los que mueren en el Señor.
Sí, dice el Espíritu,
para que descansen de sus trabajos,
pues sus obras les perpetuarán».
Un texto que dibuja un final paradisiaco, promesa de bienaventuranza y consolación.
Brahms, el más clásico de los compositores románticos con su música volvió a recordarme las palabras de Fiodor Dostoievsky en «El idiota»: “La belleza salvará al mundo»