Noto que mi cabeza se va perdiendo, cada día más, en una nube de canas. Me lo dicen los amigos y yo también lo compruebo cuando celebro la liturgia del afeitado por las mañanas delante del espejo. Esas canas, aparte de aparecer por motivos naturales, es decir, la señal tangible de mis 56 años, son también fruto del desgaste que se produce volando casi siempre en dirección opuesta a las golondrinas o, por decirlo de otra manera, contracorriente cuando los principios lo requieren.
Con la edad me voy pareciendo cada vez más a mi padre, o eso dicen quienes lo conocieron. Yo creo que sí y, ahora más con estas canas, aunque salvando ciertas distancias, porque él era un hombre de aspecto atractivo y de espíritu afectuoso, lúcido y agudo y, aunque digan que de tal palo tal astilla, la astilla no deja de ser astilla y nunca será el palo. Por eso echo a menudo mi corazón a la mar de los recuerdos, en busca de sus huellas. Para mí sigue siendo un verdadero maestro, un insustituible ejemplo y un modelo indispensable. Necesario en una época como esta de desorientación moral, donde es fácil perderse en un océano de brumas, sin brújulas, sin referencias, sin faro que nos guíe.
Lo de las canas es la señal inevitable de que el cuerpo humano envejece y dicen que en la mayoría de las ocasiones depende de procesos hereditarios. En mi caso, como en el de casi todos, es incuestionable que genes, proteínas y enzimas son también los culpables de esta decoloración. Mi peluquero, el otro día, quizás queriendo consolarme cuando yo le decía que el pelo se me estaba poniendo blanco, me decía: “Harrison Ford tiene canas y Richard Gere y George Clooney y Robert De Niro” y seguía y seguía con una larga lista. Le dije que no me importaba lo de las canas, que me encantaba tener la edad que tenía y que tampoco me importaba excesivamente el aspecto y el color de mis cabellos. Sé que no son conversaciones de peluquería, pero le dije también que aunque la mayoría de edad y de consecuencia las canas no son siempre sinónimo de madurez, es verdad que con el paso de los años, si queremos, tenemos más facilidad para adquirir paciencia, fortaleza, sobriedad, prudencia, reflexión, realismo, perseverancia, responsabilidad… Mi peluquero que entró al trapo de las profundidades de mi reflexión me respondió: “vamos que la canicie hace a los hombres más protagonistas” a lo que yo le repliqué: “No, no lo creo, opino como Chesterton”: “La madurez hace al hombre más espectador que autor de la vida social”.
A veces viendo fotografías mías de los años 60 y 70, cuando llevaba el pelo largo y era negro como el carbón, me puede asaltar una cierta nostalgia melosa con saborcillo ácido, típica de quien mira para atrás en sus años juveniles con todo lo que eso significa. Puede coincidir también que en el mismo día mi peluquero me vuelva a preguntar: “¿Le tiño un poco el pelo para esconderle las canas”? Yo le seguiré respondiendo que no y, probablemente para justificarme, lo entretendré con metáforas tan obvias como las de cualquier escolar de la ESO. Las canas no nos hacen viejos, la vejez es perder la ilusión y la esperanza y a mí me quedan todavía para dar y regalar. Es más, cuando me dicen que ya estoy demasiado viejo para hacer una cosa, me apresuro a hacerla enseguida. Lo aprendí de Pablo Picasso.

por @mbellido

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