Esta mañana, la muerte de un ser querido, me ha recordado un pensamiento del escritor francés, Françoise Mauriac: “La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente”.
Para la persona que muere se produce el término de la vida porque su organismo deja de funcionar. Es la situación más irrefutable del mundo y para quien no cree en lo trascendental es algo aterrador y terrible. Todo se acaba definitivamente. La muerte para el cuerpo es un evento irreversible. La muerte produce un dolor terrible en quien se queda. Esos ojos llenos de vida que nos acompañaron dejan de mirar, esa mano que nos acarició es inerte, esos brazos que nos abrazaron se hacen rígidos. La muerte trae silencio y desconsuelo pero hay algo dentro de mí que me grita que la muerte no solamente no es el fin, sino que por el contrario tiene que ser el principio de la otra vida, la vida eterna.
Mi convicción y mi fe me sugieren que espíritu no muere. El cuerpo se queda pero el alma probablemente vuela, expandiendo su existencia.
La muerte pone de manifiesto la debilidad e impotencia del las criaturas, como naturaleza física, pero hace también patente, si la fe nos lo permite, la grandeza de aquella parte que el ser humano lleva consigo y que tiene algo de inmortalidad porque esa es la naturaleza del alma.
Medito en las creencias de dos grandes seres humanos, Platón y Mahatma Gandhi: “Cuando la muerte se precipita sobre el hombre, la parte mortal se extingue; pero el principio inmortal se retira y se aleja sano y salvo”. “Si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel”. Quiero creer, creo. La muerte es solo una puerta, el resto será Vida.

por @mbellido

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