Cuando alguien a quien admiro me comenta sus preferencias literarias y me habla de los libros que tiene en su mesilla de noche comprendo cómo ciertas lecturas, constituyen en mucha medida un valioso ejemplo de cómo determinadas obras literarias han ayudado y siguen ayudando a formar un modo de concebir la vida, incorporando un nuevo modo de mirar que sabe reconocer el valor de lo esencial y verdadero. Lecturas que a través de un sencillo encuentro con el arte y la cultura nos abren de par en par horizontes riquísimos.
La obra de Fiódor Dostoievski, de la que hoy me hablaba un amigo, es uno de esos ejemplos. Considerado uno de los más grandes escritores de occidente y de la literatura universal, ha sido capaz de hacernos explorar con su obra lo más profundo del ser humano. Lo hace en el complejo contexto político, social y espiritual de aquella época y sin embargo su contenido nos sigue resultando de una gran actualidad.
En Dostoievski se vislumbra un hilo conductor que une indisolublemente al gran autor ruso con el cristianismo. Siguiendo este recorrido a través de sus novelas non consiente de clarificar en gran medida la compleja relación del hombre con el espíritu, con la búsqueda de los valores y con la historia. Dostoievski es un buen interlocutor, para profundizar en un diálogo fecundo y estimulante con nosotros mismos. Hoy, en medio de tantas turbulencias, es necesario restituir el impulso ideal y humano para afrontar la insustituible urgencia de vivir con mayúsculas. Hoy más que nunca, es necesario situar de nuevo al ser humano al centro de sí mismo; poniéndolo también al centro de la política y de la economía, desempolvando su escondida sed de belleza, de justicia y de felicidad. Como el solía repetir a través de sus personajes, el secreto de la existencia no consiste solamente en vivir, sino en saber para que se vive.