Existe un rostro del mal, nocturno, transgresivo y destructivo que salta a menudo a la escena social como una proyección “demoniaca” del poder, materializado en retorcidas políticas basadas en utopías. No es del todo visible, porque se esconde detrás del espectro de un renovado progresismo. En su dialéctica presenta una especie de espejismo de paraíso terrenal, que promete una bienandanza social procurada desde el todo poderoso padre estatal, naturalmente a cambio de la abdicación de la libertad de pensar diferentemente. Recientemente antes de las elecciones andaluzas y durante las manifestaciones del 29M volví a escuchar las palabras rebelión y revolución desde determinados grupos políticos. No tengo nada en contra de la palabra  revolución, desde mi juventud, ésta significó siempre  cambio o transformación radical y profunda respecto al pasado inmediato. Algo que podemos incluso actuar en nosotros mismos. Lo que nunca compartí fueron los cambios políticos y sociales radicales alcanzados de forma violenta. Reflexioné mucho en mi juventud, cuando  leí por primera vez el Catecismo del revolucionario (1869) de Serguéi Necháyev, cuyo célebre primer párrafo dice: «El revolucionario es un hombre perdido. No tiene intereses propios, ni causas propias, ni sentimientos, ni hábitos, ni propiedades; no tiene ni siquiera un nombre. Todo en él está absorbido por un único y exclusivo interés, por un solo pensamiento, por una sola pasión: la revolución”. Todo aquello me sonaba a  romántico, arrebatado y aventurero  pero fuera de un contexto donde la democracia pacifica ponía las bases para producir cambios en la sociedad a través de las elecciones políticas.  Hoy ciertos “revolucionarios” visten de cashmere y no les falta ni su rolex de oro ni sus cruceros veraniegos. La lectura de algunos grandes intérpretes del pensamiento occidental y de la Historia me enseña que detrás de ciertas revoluciones solamente se ha escondido ausencia de moral y falta de afecto natural por todos los humanos sin distinción, más allá que pensarán igual o no.  Ciertas rebeliones estaban permeadas de una cierta maldad o aversión  usando deliberadamente, no solo la violencia física o verbal sino también la mentira  y la astucia mal intencionada como  códigos de conducta o comportamiento habitual. Hoy ciertas “revoluciones” y “rebeliones” me suenan a pataleo ruidoso por no mandar o haber perdido una suculenta parcela de poder político y económico. Tengo cuatro libros sobre la mesilla de noche, sus autores son Dostoevskij,  Nietzsche, Freud y Foucault, aún no he terminado de leerlos, pero en todos ellos he encontrado alguna  confirmación a lo que antes me refería y alguna referencia sobre la relación entre maldad y poder. Es Viernes santos y recordamos el último trecho que Cristo hizo en su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario. Esa cruz clavada sobre el Gólgota, no me habla de muerte ni de tristeza, me habla de autentica revolución. De Alguien que proclamo la  fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor por cada persona humana. Hoy es un día para no olvidar ese mensaje que sigue resonando fuerte y que tendría que recordarnos que lo que falta es la comunión, la capacidad de compartir, la solidaridad. Que  la revolución pendiente es  suscitar en nuestra sociedad espacios de fraternidad, esa fraternidad que Cristo demostró en la cruz.

En la imagen la Piedad Rondanini de  Miguel Ángel que se encuentra en el museo del Castillo Sforzesco de Milán.

 

por @mbellido

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