Acudí, hace unos años, a visitar a una amiga a un pueblecito de la provincia de Cuneo, en el viejo Piamonte italiano. Es una localidad que con su vida tranquila, sus calles y palacios, transporta al visitante a una atmósfera de otros tiempos. Muy cerca de allí los romanos en el año cero habían fundado Augusta Bagiennorun, una de las ciudades más importantes de la antigua Galia. Mi amiga tiene un jardín a las afueras del pueblo. Este terreno privilegiado es un lugar que dibuja una realidad mágica, un cuadro de hadas, un mundo ilusorio de plantas, flores y árboles donde podríamos situar en su interior a un fauno y a otras criaturas fantásticas.
Una tarde en ese territorio sorprendente, me deje seducir por la lectura de un viejo libro de cuentos que había pedido prestado en la biblioteca del pueblo.
Era la historia de un niño indígena que hallaba en la selva la raíz de un árbol en la que cree ver un rostro y en él un parecido extraordinario con un ídolo de su tribu. El hallazgo le parece una señal del destino, por lo que se decide a llevarle esa madera a su abuelo, que era el chamán de aquella selva y entregársela personalmente. Cuando el anciano la tiene entre sus manos y entra en un trance para hablar con los espíritus comienza a delirar pronunciando una serie de frases inconexas que hablan de una misión. Tengo que decir que a los chamanes se les atribuye la capacidad de modificar la realidad o la percepción colectiva de ésta, de manera que sus palabras terminan no respondiendo a una lógica.
En esa retahíla de expresiones transmite a su nieto el cometido de viajar hacia las montañas, guiado y protegido por el nuevo amuleto, para encontrar el camino del cielo. Llegado a las cimas un cóndor le regala las alas de la vida y el niño convertido en pájaro vuela camino del Cielo.
Cerré el libro, comenzaba a oscurecer y aunque era agosto un vientecillo fresco me produjo un pequeño escalofrío. Mientras volvía al pueblo reflexionaba sobre ese camino al cielo emprendido por el indiecito. Todos emprendemos camino de algún cielo cuando comenzamos a aceptar que estamos dentro de un cuerpo que envejece, que al finalizar cada día, sin saberlo, hemos realizado algo por última vez, y que, al cerrarse cada jornada en nuestra mente y en nuestro espíritu se hace presente la perspectiva de un gran momento final. En el fondo si no hubiera muerte, no tendría sentido ningún nacimiento. Algo me dice que la vida en la tierra es el camino de algún cielo.

por @mbellido

La web del periodista Manuel Bellido Bello con opiniones, artículos y entrevistas publicados desde 1996. Manuel Bellido https://en.gravatar.com/verify/add-identity/09e264a7e3/manuelbellido% 40manuelbellido.com

Los comentarios están cerrados.