Cuando una empresa hace un estudio de mercado tiene el objetivo de hacerse una idea sobre la viabilidad de una actividad. Estudia el entorno y la competencia, analiza la demanda, recaba mucha información, clasifica, analiza y evalúa con la intención de que sus dirigentes puedan enfrentar las condiciones del mercado donde se moverán, tomar sensatas decisiones y desarrollar el proyecto a largo plazo. Ingenuamente podríamos pensar que cuando un partido político se presenta a unas elecciones generales prepara su programa electoral con la idea de resolver los problemas que aquejan a los ciudadanos y plantear retos que hagan progresar económicamente y socialmente al país. Cabría pensar que en ese «estudio de mercado» o proyecto político se intente responder a preguntas elementales, como por ejemplo, ¿cuáles son los objetivos de desarrollo económico?, ¿qué métodos utilizar?, ¿qué legislación puede ayudar?, cuestiones que ayuden a llevar a cabo planteamientos eficaces y coherentes. También es posible que mirando a otros países se intente imitar lo que funciona en esos lugares. En nuestro caso podríamos preguntarnos: ¿Qué países tienen menos paro? ¿Qué harán para conseguirlo? ¿Cuáles son aquellos que disfrutan de un mayor éxito educativo? ¿Qué naciones están a la cabeza del I+D+i? ¿Cómo lo consiguen? ¿Cuáles son los más productivos? ¿Dónde llevan a cabo las mejores políticas energéticas y medioambientales? ¿Cuáles son esas políticas? ¿Dónde se regula mejor el sistema financiero? ¿Cómo funcionan otros sistemas sanitarios? ¿Qué legislación laboral ayuda a crear más empresas y más empleo? ¿En que Estados las Administraciones públicas son más transparentes y más eficaces sin necesidad de tanto funcionariado?
Con algunas respuestas a estas preguntas se podría ya confeccionar políticas a largo plazo que, aunque no sean las mejores para obtener rédito electoral instantáneo, sí son las que ponen cimientos poderosos a la construcción económica de un país.
Sin afrontar esas cuestiones y reflexionar antes de tirar por un camino u otro en un ejercicio de continua improvisación, el resultado será aquello que probablemente esta etapa dejará al terminar la legislatura: penuria económica, falta de cohesión en la Nación y aumento de la decadencia moral de la sociedad.
El dilema es el de siempre, se trata de escoger entre tener una voluntad reformadora y modernizadora o armar una máquina que gane elecciones a costa de perder los trenes del futuro, que nos alejarían de las desigualdades y nos llevarían a la prosperidad.
Está claro que ni el «sol y playa» ni el ladrillo van a tirar ya del carro de la economía española. Esos bueyes se quedaron en el corral. Ahora es el momento de trazar otro plan creíble. La crisis tendría que haber servido para saber qué medidas acaban generando riquezas y cuáles siguen extendiendo el empobrecimiento. Como decían en el entorno de Obama: «una crisis es una oportunidad que no se debe desperdiciar». ¿Habremos desperdiciado ésta?
No quiero perder el optimismo: confiemos que, por el bien de todos, se encienda alguna bombilla en la cabeza del Gobierno y cambie la tendencia. De todos modos habrá que esperar a 2011 para saber si el camino económico se endereza, aunque sea por contagio de la economía global. En este 2010 habrá que seguir apretándose el cinturón.
Manuel Bellido
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