En estas últimas semanas he aumentado el ritmo de lectura. Cada hueco de tiempo que tengo a mi disposición lo dedico a la lectura. Los libros son una especie de vehículos de amistad, algo que me une gratuitamente a personas que nunca tuve la ocasión de conocer. Los libros me dan la magnífica posibilidad de compartir conocimiento. La lectura nos hace dialogar con un número infinito de autores y de corrientes de pensamiento. Los libros educan. Educar al ser humano ha sido desde siempre una de las metas más nobles que la vida ofrece. La lectura de Cartas a Théo de Vincent Van Gogh en estos días me ofrece la posibilidad de ingresar en el círculo de las amistades, paisajes, sentimientos y pensamientos de Van Gogh. Algunos libros como este que acabo de citar, me introducen en un club de élite, en un lobby.
Algunos libros son maestros que inician a los recién llegados al mundo de las ideas y de la reflexión, nos guían a través de ese mundo donde la sed y el hambre que se padecen son de conocimiento y de sabiduría.
La cultura impulsiva que enferma nuestra era solo podrá curarse con la claridad y la luz que emanan de los libros. Las cuestiones de vida o muerte no toleran ni superficialidad, ni vaguedad ni relativismo, reclaman silencio y reflexión. Por otra parte los libros conceden soberanía a la conciencia del sujeto. Algunas redes sociales alejan la conciencia de una autoreflexión transparente; nos proporcionan la sensación de compañía, pero en realidad nos aíslan y no sumergen en el mundo simplista del “me gusta” sin ninguna otra opción; como si entre el blanco y el negro no existieran los grises. Terminando las últimas páginas de esta recopilación de cartas del pintor de Arlés a su hermano no puedo concluir con un simple “me gusta”, cuando lo que ha provocado en mí es una formidable tormenta lanzándome en lo que me queda de vida a la búsqueda insatisfecha de la inaprensible belleza.