Todo el mundo habla de Inteligencia Artificial. Argumento recurrente en casi toda conversación al bar, en los medios de comunicación y sobre todo en los ámbitos relacionados con las nuevas tecnologías.
Lo que considero negativo no es que se hable, sino que no se esté actuando como se debiera. Europa y España corren el riesgo de situarse en el lado equivocado de la historia. Al igual que ha ocurrido en los últimos 20 años con la economía de la digitalización, en la Unión Europea se priorizaba la regulación, pero no la investigación y el desarrollo.
De hecho, si en el pasado reciente hemos impuesto multas a las Big Tech (que no pestañearon ante las solicitudes de miles de millones de dólares de la UE), ahora somos los primeros en emitir un reglamento sobre la IA (AI Act) con el objetivo de minimizar los riesgos derivados de conductas oportunistas.
Dicho esto, quiero aclarar que soy el primero en defender la importancia de hacer todo tipo de esfuerzos para garantizar que la ciencia y la tecnología se desarrollen dentro de un marco ético. Al mismo tiempo, sostengo que Europa no será quien detenga la carrera de una tecnología con potencial transformador como la Inteligencia Artificial. Sin embargo, si queremos regular su uso, es necesaria una gobernanza global en la que todas las grandes superpotencias estén llamadas a desempeñar un papel activo y a compartir la responsabilidad en la fase de implementación.
Debemos evitar, en particular, que una Europa muy atenta a los derechos se vea por otra parte abrumada por los Estados Unidos que siempre sitúan el mercado en el centro de sus estrategias o por China que, con su planificación centralizada, está destinando recursos muy importantes en la IA.
Hasta el día de hoy, de hecho, y con datos en la mano del índice de IA de Stanford, toda Europa invierte menos de 10 mil millones en IA al año, mientras que Estados Unidos asigna mas de 70 mil millones y China más de 30 mil millones al año para desarrollarla.
El verdadero problema, y es lo que me preocupa, es que las inversiones en investigación y desarrollo de tecnologías digitales en Europa son una quinta parte de las de Estados Unidos y menos de la mitad de las de China.
Por lo tanto, la verdadera cuestión para Europa es evitar caer en una perspectiva de retaguardia en la que intentamos frenar una tecnología cuando se está utilizando y desarrollando en otras áreas geopolíticas, que antes o después podrían volverse hegemónicas desde un punto de vista tecnológico y económico.
Las dificultades de Europa en el frente tecnológico dependen también de otros factores propios de nuestra Unión Europea. Me refiero a la alta fragmentación de los mercados nacionales, la dificultad de desarrollar proyectos verdaderamente escalables y una cultura subyacente que hace que cualquier cambio sea caótico y burocrático como a menudo sucede en España.
Esto significa que, además del desafío de la IA, Europa corre el riesgo de perder la partida incluso en sectores tradicionales, como el sector automovilístico, donde la transición digital y ambiental está determinando una reorganización radical de las cadenas de valor.
Creo, por tanto, que Europa necesita un cambio de mentalidad que, sin perder la dimensión ética, de un salto más pragmático y se plantee en su conjunto la cuestión de la competitividad de nuestro mercado y la conciencia de que la competencia se juega con gigantes que hacen de la masa de inversiones la clave de sus respectivas políticas de desarrollo.
En concreto, significa volver a la política industrial, concentrar las inversiones en prioridades claras desde el punto de vista tecnológico y abandonar la actitud egoísta del “sálvese quien pueda” donde cada estado va por su lado, no trabajando para elaborar una estrategia común para el conjunto del mercado europeo.