Cuando al final del día nos preguntamos qué hemos hecho y qué nos queda de lo que hemos vivido, unas veces recordamos momentos agraciados y otras, en cambio, momentos espinosos o desalentadores. Es inevitable, 24 horas dan para mucho y casi nunca hay un día igual a otro. Cuando nos acostamos y el recuento de lo que hacemos es negativo, ni la sensación fresca de la funda de la almohada, ni el buen olor del suavizante que impregna las sábanas, ni la calida luz de las farolas que se cuela entre las cortinas del balcón evitan que nos asalten estos sentimientos.

Cuando estamos felices nos acarician colores y perfumes de tonalidades o intensidades distintas según sean las vivencias acumuladas, nos asalta el olor del trigo o de la hierba apenas cortada o imaginamos un campo de suave verdor salpicado de amapolas rojísimas. Respiramos el intenso y salvaje perfume del mar o nos dejamos empapar por una lluvia fresca como las de las noches calurosas de esas playas lejanas. Son sensaciones. Pero ¿de dónde salen y con tanto ímpetu? ¿No existe un sitio fuera de nosotros donde pueda morir el pasado remoto o el reciente de cada día dejándonos en paz? No, el dolor o la alegría de lo que hemos vivido alberga en cada fibra de nuestro cuerpo y los estratos más dolorosos o más felices se depositan en los rincones mas estrechos de nuestro cuerpo y nos llaman la atención cuando menos lo esperamos.

Cada uno de nosotros no es sólo un pozo de inteligencia o ignorancia o una puerta a la conciencia, es, sobre todo, una casa de sentimientos, nuestros y de quienes nos han acompañado o nos acompañan. Cada emoción, cada pasión, cada afecto tiene una habitación a medida en nuestro cuerpo. A veces, el miedo nos hace temblar las piernas o nos bloquea el estómago, el ansia nos tritura la musculatura, nos debilita y extenúa y hasta nos paraliza. Los buenos o los malos pensamientos buscan refugio en la cabeza y se transforman en palabras o en silencios o en ruidos. Al amor le gusta su sitio por excelencia, el corazón, sin embargo, cuando irrumpe violentamente, no duda en apoderarse de todas las habitaciones y de todos los sentidos.

El amor es tan grande que no se conforma con las habitaciones de nuestro cuerpo y busca rozarse con otra piel, despertarse entre otros nervios relajados o tensos o resbalar dulcemente entre venas hinchadas de emoción. Este sentimiento no es un huésped pasivo, cuando entra en una habitación como la del corazón la redecora, la pinta de colores maravillosos, a veces tiernos a veces brillantes. Sin embargo, cuando se transforma en desamor, huye a las mazmorras del recuerdo dejando inundado de lágrimas el corazón.

Nos enseñaron en la escuela que el cuerpo se componía del aparato circulatorio, aparato digestivo, aparato respiratorio, sistema muscular, sistema nervioso… Nos enseñaron sus funciones pero nunca nos las relacionaron con los sentimientos. Más tarde, alguna aseguradora le puso precio a las manos o a las piernas, pero tampoco se declara albergar sensaciones. Sabemos que, por la crueldad de algunos dictadores, los cuerpos humanos en alguna región de África valen menos que en los países democráticos y a veces, sin piedad, se mutilan salvajemente partes de esos cuerpos sin tener en cuenta los afectos que esconden. En otros países el valor del cuerpo humano depende de la casta a la que se pertenece pero tampoco se tienen en cuenta los sentimientos que saben expresar. Cuando alguien muere se indemniza a la familia poniéndole precio a ese cuerpo, pero sólo al cuerpo, no a los sentimientos que contenía.

Hoy quiero recordar que el cuerpo humano, esa máquina perfecta que funciona con una precisión incalculable, es también la casa de nuestros sentimientos y de nuestras emociones, donde se deposita lo más íntimo de nosotros mismos. De ahora en adelante, cuando me duela el estómago, antes de buscar un antiácido trataré de entender qué sentimiento se ha ido a esconder entre sus pliegues.

Manuel Bellido

por @mbellido

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