Basta sentarse delante del televisor un rato y ver unos pocos de spot publicitarios para darse cuenta que en esta sociedad de consumo en la que vivimos no se venden zapatos, coches, zapatillas de deporte, perfumes o móviles. No se venden artículos, se venden emociones. Es el valor añadido de cualquier producto. El señuelo del deseo, la chispa que tendría que hacer vibrar nuestra avidez de consumir. Es una especie de anzuelo irresistible que toca las fibras primarias de nuestro ser. Se ofrecen buenas vibraciones para escapadas turísticas, sensaciones golosas con gastronomías originales, spa que nos prometen naufragios en un mar de estremecimientos, ropa de marca para hacernos sentir estrellas de Hollywood… Los productos no solo satisfacen necesidades proporcionan cosas especiales, mágicas, asombrosas. Las marcas de ropa, por ejemplo, proyectan “valores” en los anuncios, que trasmitidos adecuadamente, generaran en el público el deseo de elegirlas. El mensaje, en definitiva, es seductor al cien por cien: “prescinde de todo lo que quieras, pero no de las emociones” Muchos productos se anuncian con un recado expreso e implícito: “garantizada las emociones” Es el alma eterna del comercio que se ha venido desarrollando desde que el hombre comenzó a vender a otros hombres. Enamorar. Hacer la corte al consumidor bajo la mascara del phatos. Hoy la emoción, sin pudor alguno, se empaqueta con todo aquello que se quiere vender. Así se mueve y respira nuestra sociedad occidental, incluso atravesando una crisis económica, consumiendo masivamente bienes y servicios envueltos en un delicioso papel de regalo llamado Interés expectante. No hace falta esperar a las rebajas.

por @mbellido

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