En algunos de los viajes que este verano he tenido ocasión de hacer he podido encontrar personas, que de una manera u otra, me han aportado sensaciones y vivencias nuevas que ahora me gusta recordar. A mediados de julio, durante uno de los paseos en las afueras de Varese en el norte de Italia; en esas colinas que ondulan bajo los Alpes, tuve la ocasión de conocer a un personaje inolvidable: un campesino tranquilo que pasa mucho tiempo pastoreando junto a su perro, un rebaño de ovejas. Alcide, ese es su nombre, palabra que deriva del griego Alceys. El nombre significa robusto y Alcide lo es. Su apariencia es de hombre recio y fornido.
Aunque reconocí enseguida que es un hombre de pocas palabras, durante la corta conversación que mantuvimos aquella tarde, rodeados por sus ovejas, en aquel hermoso prado cercano al Sacro Monte del Rosario, en las afuera de Varese, consiguió transmitirme mucho. Comprendí que era feliz, viviendo lentamente, en medio de la naturaleza, junto a su perro y a sus ovejas. Su mundo era aquel, limitado al campo, a la plantas, a los animales, a las contadas personas, que alguna vez encontraba en la zona o a los vecinos del pueblo cercano, a los que veía, cuando acudía a comprar algo a la ferretería, muy de cuando en cuando. Me habló de la brisa que movía las hojas de los árboles, de aquel cielo cruzado en ese instante por una bandada de pájaros, del calor del verano y del comportamiento de las ovejas… En ese instante me dejé llevar por el sonido de su voz y por los rumores del campo, pero no pude evitar imaginarlo en su día a día, perdiendo la mirada en el horizonte en un sosegado diálogo de silencios.
El encuentro con ciertas personas, dan motivos para reflexionar sobre la condición humana y el sentido de la vida y del universo, también sobre las prioridades de una sociedad atolondrada, ensuciada por los egoísmos políticos y el consumo desenfrenado. A este hombre de nombre Alcide, probablemente nadie le llorará cuando muera, sin embargo, hoy siento ya en mí la nostalgia de sus ojos, de su voz profunda, de su piel arrugada y oscura, de su amor por ese trozo del Planeta en el que vive y al que cuida. Hoy lo sigo imaginando en ese diálogo constante con la naturaleza y con el universo. Vuelve a mis ojos la hora cobriza de aquel crepúsculo que fue escenario de nuestro encuentro. Aquel momento que me ablandó por dentro me regala hoy la quietud del alma que sin prisas ni alborotos se serena para seguir caminando sin dejarse embaucar por lo efímero de lo terreno.

por @mbellido

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