Hacía tiempo que no me subía en un autobús. Ayer lo hice. Junto a mí alguien ojeaba el periódico, enfrente una señora leía el prospecto de un medicamento, mientras un chaval de cinco o seis años, a su lado, sumergía su boca en el merengue blanco como la nieve de una gigantesca milhoja. Más allá un anciano miraba pensativo la hora quieta y lenta de su reloj de pulsera y a su lado una muchacha de cabellos rubios y piel tostada soñaba con un folleto entre las manos. En sus ojos casi se podía adivinar una playa, unas palmeras y un eslogan: «Ven a Cancún».

El autobús avanzaba, lenta y fatigosamente, por un carril permitido sólo para taxis y bus, por donde circulaban en ese momento muchos otros vehículos particulares. Progresaba desganado, a paso de anciano cansado, y en cada nueva parada se nutría de nuevos viajeros a la vez que dejaba a otros en tierra. Vida que entraba y vida que salía.

Dos señoras subían hablando a la vez y de sus brazos colgaban bolsas de supermercado que rebozaban olores, sabores y colores. El autobús volvió a parar abriendo sus puertas a una pareja de novios que hablaban bajito y se besaban intermitentemente mientras al oído se susurraban probablemente promesas de eternidad. Detrás de mí alguien se quejaba en voz alta del Ayuntamiento y del alcalde.

Mi parada por fin. Bajé del autobús. Cerré los ojos por un momento y respiré profundamente. Cuanta vida que había pasado en ese trayecto de pocos minutos y cuánta vida que pasará aún.

El autobús era un mundo, era el mundo. La gente entraba y salía, viajando hacia un nuevo siglo o hacia un sólo segundo. Y a parte el tiempo del tiempo aparte, entre parada y parada, aquel tiempo era también la vida de cada una de la gente como en el autobús de la vida. Cada uno juega su papel y representa su guión hecho de escalofríos de infinito, de saltos de vértigo, de márgenes de horizontes nunca alcanzados, de violencia de mareas, de arañazos de aire de levante, de aventuras maquiavélicas, de desgracias de estafados, de maldades insolentes, de acciones de traidores, de equivocaciones ingenuas o de ignorantes, de «eureka» de sabios, de ambiciones rateras, de imposturas de exhibicionistas, de cueles de polizón, de glorias de héroes, o de vocaciones realizadas.

El autobús me había llevado cerca del cementerio de San Fernando. Se le daba el último adiós a una gran persona y a un gran maestro. A Don Luis Rey con el que había compartido muchos momentos maravillosos y sabios. Las voces del autobús y de la calle se apagaron. Su imagen en mi retina me transmitía dulzura.

El autobús del mundo lo había llevado a un cielo nuevo y a una tierra nueva. Me pareció sentir los latidos del universo.
Manul Bellido

por @mbellido

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