Aquel día, mientras caminaba hacia la estación con mi única maleta repleta de fotos y de ropa planchada por la ternura tersa y única de mi madre, oí el rumor de una cancela que se abría. Era la de la escuela donde yo había pasado parte de mi adolescencia. Los chicos salían en estampida saltando y gritando y yo, sin volver mi vista atrás, sentía la sensación de alejarme de los fuegos de una batalla, de campos repletos de artillería militar. Un puente se rompía detrás de mí. La nueva soledad que me esperaba presumía de serena maduración. Y con este empeño me marché. Ya en Madrid, marchitado el verano, miles de hojas doradas gotearon interminablemente, alfombrando las calles de un otoño cansado que me desganaba de estudiar y me invadía de nostalgia. Al principio todo me costaba y cuando me ponía triste hasta la lluvia parecía que lloraba con su dulce rumor detrás de las ventanas. Aquella primera vez me había ido soñando, abandonando mi nido, mi patio, buscaba algo mejor y encontré calles grises como el humo. En aquel escenario de luces me sentí ninguno, pero salté cien años en un año sólo. A mí me sucedió y me sigue sucediendo y también a ti te sucederá. La vida es como una carrera donde a menudo a mitad del recorrido te sientes agotado y sólo, quieres pararte y decir: se acabó, basta. Pero te miras alrededor y descubres que otra gente esta corriendo también. Te preguntarás, si ellos siguen, por qué no puedo seguir yo. Este año será duro para ti pero cuando te sientas tentada de arrojar la toalla, escucha esa voz que llevamos dentro y que te dirá: no te rindas ahora ni nunca.

Corre con fuerza, la meta está más cerca. Vale la pena.

por @mbellido

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