Hace días, me llegó una postal de Italia. La foto era de una playa de aguas azules, cielo sin nubes y arenas finas. Un paisaje de la Costa «Marchigiana» bañada por el mar Adriático. Al dorso, una frase y unas iniciales: Te invito a recordar. La metí en un cajón, pero parece que tiene vida y de vez en cuando me invita a sacarla de ese escondite de papeles, la miro una y otra vez y sí que recuerdo. Son mis vacaciones de muchos veranos en Civitanova Marche, cuando mi piel de veinteañero se bronceaba sin peligro de quemarse. Veranos donde la alegría del viento me hacia volar con el caballo alado de mi juventud y, con ayuda de mi guitarra o del piano desafinado de mi amigo Tonino, escribía canciones de amor para compartir en algún rincón de playa aquellas noches cargadas de estrellas, de miradas dulces y besos fugaces.

Recuerdo la vieja barca amarrada cerca de las rocas, su ondulación despaciosa y, nosotros sobre ella extasiados, esperando el ocaso y a los últimos rayos de sol que habrían teñido el líquido elemento de rojo.

Los sueños de aquellos veranos eran hermosos como las emociones del día. Me adormecía y entraban poco a poco en mi mente, dulcemente, como amantes que acarician, como artistas que sorprenden o como médicos que nos curan, haciendo huir sombras y fantasmas y prometiendo amaneceres sin arrugas.

Todo tiempo tiene su música, sus voces y sus silencios y aquellos veranos en el Adriático, decorados con horizontes de velas blancas, de cuerpos cálidos de sirenas rubias, de inmersiones en las moradas de Neptuno, de huellas perdidas sobre la arena ardiente, están hoy aquí en esta postal que me invita a recordar que fui aire sencillo, fuego joven, agua transparente y tierra fértil.

Aquellos veranos pasaron y aprendí que llegarían también inviernos fríos como miradas de hielo, que no siempre habría cielos estrellados, que a la vida, como al mar, no la puedes domar.

Miro una y otra vez esta fotografía. El tiempo vence siempre, el tiempo se mueve y, en nuestra sutil inmovilidad, esperamos siempre otra carta, otro rostro, otro sonido para volver a empezar. Todo vuelve como todo pasa. Las cosas cambian para vivir y vivimos para cambiar.

En aquellos veranos de mi juventud aprendí a desplegar mis alas como un aguilucho, y a levantar tímidamente el vuelo. La madurez es otra cosa, el tiempo no pasa en vano y hoy sé que las águilas no vuelan en bandadas, saben volar solas, buscan el aire puro de las alturas. Son aves que para poder levantar su peso deben hacer un gran esfuerzo, pero una vez que han alcanzado la elevación necesaria saben aprovecharse de las rachas de viento y de la brisa. Con las alas totalmente desplegadas, planean y gozan de una visión única y maravillosa suspendidos en la bóveda celeste. Cuestión de altura. Es el precio del liderazgo y de la responsabilidad. Guardo la postal en un pequeño marco de madera.

por @mbellido

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