Aquella tarde del sábado 14 de marzo se exhibía un bonito sol, la temperatura era óptima, anticipando la primavera. La última sección y la clausura de la cumbre de Singularity University celebrada esos días en el teatro de la Maestranza de Sevilla acababan de terminar. Sin poner tiempo en medio atravesé el vestíbulo del teatro para salir a la calle y dirigirme al Pabellón de la Navegación y organizar los últimos detalles de lo que sería la cena de clausura. Detrás había dejado la atmosfera creada por un fuerte viento de cambio llegado desde lejos, nada más y nada menos que desde el centro de investigaciones de la NASA en Silicon Valley.
Salí al Paseo de Cristóbal Colón buscando un taxi y me puse a caminar con la esperanza de que alguno pasara lo antes posible. Un perro callejero que caminaba un poco torcido se paró a chupar el muro de una esquina y una niña que se apoyaba al suelo con un solo pie, como los flamencos en los humedales, intentaba despegar de su zapato un chicle que se le había pegado en la suela. Otra niña a su lado, apretando entre sus dedos la cuerdecilla de un globo rojo que flotaba en el aire, parecía encender con su mirada preguntas de futuro. El taxi seguía sin llegar y yo seguía caminando. Las terrazas de los bares del paseo estaban a rebosar de gente. El volumen de sus voces y de sus risas era muy alto pero yo seguía embebido en reflexiones y preguntas, fruto de las jornadas vividas junto a las mentes más luminosas de Silicon Valley, y el ruido ambiental me llegaba como si se produjera detrás de una pared de cristal. De repente, alguien me para y reconozco a un grupo de ejecutivos de varias empresas con los que me relaciono desde hace tiempo. Intercambiamos saludos y les cuento de dónde vengo y qué he estado haciendo estos días. Uno me dice: “¡no vives la vida chaval, tienes que disfrutar más!, ¿vas a comparar esos rollos de ciencia ficción con este rato que estamos pasando entre amigos tomándonos unas cañas?”
En ese momento mi film se detiene de repente como cuando en los viejos proyectores se rompía la goma y de consecuencia el arrastre de la película y el calor de la bombilla quemaban el fotograma, dejando un agujero. Digo que tengo prisa y saludo, pero no puedo evitar que otro despidiéndose me diga: “Es que yo, a una cosa que tenga un nombre tan cursi como Singularity, no iría ni aunque me pagaran”. Es como si algo de la realidad que se respira entre el tejido empresarial de nuestra tierra se precipitase en esos momentos sobre mi cabeza como un chorro de agua helada. Una parte de nuestros mimbres empresariales sigue estancada. Y la prueba evidente de esto es el retraso industrial y tecnológico. Una especie de apatía, que han creado la cultura de la subvención por una parte y, por otra, la manía de invertir ahorros en pisos y vivir de la renta en lugar de invertir en innovación. Son motivos que solo pueden generar, antes o después, fatalismo, desesperanza y pobreza. Saludando, me retiro como si mis zapatos hubieran pisado un fango de chocolate. Finalmente llega un taxi, indicándome con su piloto verde que está libre. Dentro, la radio encendida abarrota el habitáculo de futbol, solo fútbol y más fútbol. Una especie de grito, que me sube desde los recovecos más profundos de mí ser pero que se para en mis labios secos por el cansancio, quisiera alcanzar a muchos oídos de esta tierra andaluza -que sigue sufriendo la mayor tasa de abandono escolar, de hogares con todos sus miembros en paro, con la menor inversión por alumno en la escuela pública y con tanta economía sumergida- para que despierte de una vez antes de que este tsunami de tecnologías exponenciales arrase y nos deje aún más fuera de juego. La democratización del conocimiento y las nuevas tecnologías pueden ayudarnos a resolver muchos de los retos a los que se enfrenta Andalucía. Yo, desde hace tiempo, y aún más desde esa tarde del 14 de marzo, apuesto por este cambio. ¿Tú, amigo lector, qué piensas hacer?
Manuel Bellido @mbellido
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