Me han mandado la imagen de un cuadro que Rembrandt Harmenszoon Van Rijn pintó en 1662. Se trata del “Regreso del hijo pródigo”. Es una cuadro de grandes proporciones, 2,50×2 metros, que en 1766 fue adquirido por la Zarina Catalina la Grande e instalado en la Residencia de los Zares en San Petesburgo, capital de la Rusia Zarista, en lo que hoy es el Museo Hermitage. Es un cuadro que Rembrandt pinta casi al final de su vida.

La principal luz del cuadro está concentrada sobre el abrazo entre los protagonistas de la escena aunque también aparece iluminado uno de los cuatro espectadores. Lo que más llama la atención es esa luz que emana del padre y vuelve hacia él.
El juego de colores es magnífico, como el artista nos tiene acostumbrados en sus cuadros, la gran túnica roja del Padre, el traje roto en dorado del hijo pródigo y el traje similar al del padre del espectador principal que es el hijo mayor de la parábola. Pero mis ojos no han podido no pararse en las manos del anciano, una de fisonomía claramente masculina y otra más sutil, casi femenina. Es como si quisiera decirnos que en ese abrazo están las manos de un padre y de una madre. Así es el amor de los seres humanos, cuando es verdadero, tiene algo de paterno y materno al mismo tiempo. La parábola muestra la misericordia, la bondad, la ternura siempre dispuesta y expectante de entrega y abrazo.

por @mbellido

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