Cuando soñamos y el contenido de nuestros sueños es hermoso, nos despertamos en mitad de la noche, invadidos de una luz muy dulce, como esa que ilumina los almendros a finales del invierno y principios de la primavera. Abrimos los parpados y, mientras intentamos entender donde estamos, oímos las pisadas de los últimos ladrones que en sus sacos se llevan lo soñado. Intentamos volver a dormir y en las olas del ir y venir del nuevo amodorramiento, flotan retazos de lo que se han llevado. Por la mañana, al volver a despertar, intentamos concedernos la hermosura de esa acuarela imaginada que nos ha dejado deseos entre los labios. A veces los sueños son persistentes y vuelven no una, sino todas las noches. Suben por las enredaderas de nuestros pensamientos para regalarnos uno a uno los fragmentos de un deseo, que en el sueño, se hace barca para navegar lenta y pausadamente los mares de la esperanza. Los sueños son una placenta que nos cobija para gestar delicadamente un consuelo. Allí recobramos aliento, alimento e ilusión para proseguir por los corredores del laberinto de la vida, allí desenrollamos la madeja de nuestras impaciencias y afanes para encontrar el hilo de nuestra supervivencia. ¿Qué sería de nosotros si no soñáramos? Sería como perder el atlas y la brújula de nuestra vida, para saber donde nos encontramos, hacia donde planear y que corriente de aire puede empujarnos en el vuelo. Soñar puede ser, si lo queremos, como poner el dedo índice sobre un mapa, señalando decididamente el lugar de destino.