Parece mentira, después de tantos años de democracia, aún seguimos anhelando otra España. La de hoy no le gusta a nadie, probablemente ni siquiera a quien tanto ha hecho en estos últimos años desde el poder político por configurarla a su imagen y semejanza. Los últimos años han sido pobres de ambición y, desde el Gobierno, nadie ha sabido ilusionar ni proyectar un genuino sueño y una idea atractiva de país. La mente de este gobernante no ha terminado de emanciparse de una memoria histórica que le ha encadenado al juego perverso del rencor y de la división entre españoles, al conmigo o contra mí. No ha sabido gobernar para todos y ha vendido por intereses generales lo que era interés de pocos. Pese a sus reiteradas declaraciones, el espejo en el que nos ha reflejado no es precisamente el del progreso. Progreso significa libertad, esfuerzo, conocimiento, desarrollo, empleo, empresas, creación de riqueza para todos… Progreso no es caminar hacia un modelo autoritario y vertical que todo lo vigila, todo lo controla y todo lo prohíbe. El socialismo español se ha desplomado y se ha hecho trizas en las últimas elecciones. Y uno descubre que, además de la torpe ambición personal de unos pocos, han sido los medios utilizados los que, en muchos casos, han contaminado los fines.

Muchos países han salido de la crisis y hablan de ella en términos de pasado. En España seguimos hablando de crisis en el presente y, válgame Dios, lo que nos queda. Como los totalitarismos comunistas que durante la historia han intentado vender la instalación del paraíso en la tierra y al final nos han sacudido en la cara los hollines del infierno, aquí también se nos ha prometido hasta la saciedad el estado del bienestar y la panacea de la integral protección social y, al final, han terminado manchado nuestra piel de toro con las tiznes de cinco millones de parados.

Sin embargo, aparte de los supuestos «indignados», fenómeno todavía demasiado cercano para saber de verdad a dónde llegará, parece que nunca pasa nada. No hay conflictos sociales porque a los sindicatos no les parece conveniente y no hay cuestionamientos civiles porque las clases medias no saben movilizarse. Sólo hay orfandad, en una izquierda que busca desesperadamente un nuevo líder, y en las familias y en los empresarios que se debaten en un mar de interrogantes. Hay un sentimiento generalizado de soledad que proyecta nuestros propios e íntimos espectros en los mercados financieros, que, sin contemplaciones, se permiten el lujo de amenazarnos ante tanta fragilidad económica y competitiva. Pero esto no quiere decir que los sentimientos más profundos de los españoles no estén permeados de un gran deseo de cambio. La gente no quiere creerse ya que los empresarios son los ricachones con el puro en la boca y los trabajadores las víctimas explotadas. La gente no se cree ya que los doberman y los tanques van a salir a las calles a implantar lo más rancio del franquismo. La gente no quiere ya que los enchufes sean los mecanismos para acceder a un puesto de la Administración, no quiere que funcionario sea sinónimo de hacer poco o nada, no quiere que el poder político use con tanto desparpajo el tráfico de influencias para beneficiarse a sí mismo, a familiares y amigos, no quiere que se les prometa y no se cumpla, no quiere que se le mienta… Nuestra gente quiere que se le respete las propias ideas, quiere un sistema que permita coexistir en la diversidad, quiere tolerancia, quiere un puesto de trabajo que les permita esa autonomía necesaria para gestionar en lo posible su propia vida y elegir libremente qué vida quiere llevar. La sociedad quiere cambio porque la sensación que vive es de vértigo y se sabe que padecerlo significa falta de estabilidad.

España necesita hoy una nueva conciencia espacial.

por @mbellido

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