Un hombre se sienta sobre las escalinatas de la Moncloa, sostiene en sus manos unas postales de España, son bellísimas fotos de paisajes y pueblos. La mente de este hombre quiere contener esos espacios pero no sabe y no puede. Su incapacidad se topa con sus razones y le produce una especie de desenfoque y deja de ser lo que es. El arraigo a su memoria no cesa y le obstaculiza. Se ve en el pasado, no en el presente y, como él no se ve, hace que no sea visto por nadie. Carece de la luz para que le vean como quisiera ser visto. Ha hecho muchos discursos para dar a entender su visión de la Historia, su visión de esos paisajes que sostiene en sus manos, es su visión, que cabalga entre el concepto rojo de la frustración de los perdedores resentidos y el vacío de la mitología que circunda a personajes agotados en las nostalgias del este. Casi nadie le ve, le ven cada vez menos, no sólo porque carece de luz sino también porque ha sumergido a todos en las sombras. Mira con nostalgia esas postales, cuadros de una España que quiere y no puede. Sus razones viven ya en la orfandad de la intemperie y por esos son calladas. Sus razones son sólo suyas. Todos sus pensamientos o arrebatos políticos que iniciaban en sus sentidos y alertaban su corazón para traducirse en palabras se ahogan ahora en el cansancio de la soledad. Se ve el último caballo de una carrera en la que todos le han adelantado y mientras galopan en la recta final, él se ve clavado en una curva del hipódromo, buscando recobrar oxígeno.
Solo es lo que acertará a decir mañana. Su razón callada es la esperanza de un último y agonizante acierto. Sentado sobre esa escalinata mira al cielo: quizás una gaviota desorientada se lo traiga.

por @mbellido

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