Mientras preparábamos este Directorio de la Administración Pública Andaluza  discutíamos en la redacción sobre los motivos que han ido fomentando  el desinterés creciente de la sociedad por la política en los últimos años.  Coincidíamos todos en que devolver a la política la dimensión de la ética constituye el desafío más relevante del momento por el que atraviesa la vida democrática y la premisa necesaria para  iniciar cualquier tipo de política de rehabilitación.

La preocupación de los ciudadanos por el gobierno de sus ciudades no es de ahora, ya en la antigua Grecia  estaba bastante desarrollado. De ese calibre eran  de hecho las discusiones políticas  que se desarrollaban en el espacio del ágora, dentro de las polis. Sin embargo, en nuestro entorno, siempre ha existido la vieja constante de que unos pocos mandan, justa o injustamente, con ética o sin ella,  y todos los demás tienen que obedecer. El acaparamiento de poder de ciertos personajes, con el pretexto de cuidar  de los intereses del pueblo pero cuidando solo de los propios, también ha sido una constante preocupación.  Por esos y por otros motivos, es inevitable que de vez en cuando miremos, aunque sea de reojo,  a los griegos y a la consideración que tenían por los regímenes democráticos. No han dejado de marcar  ejemplo  sus trabajos legislativos,  sus códigos, sus tribunales donde impartían justicia, sus sistemas para seleccionar los funcionarios y garantizar después su buen hacer y el cumplimiento de sus responsabilidades, sus debates y sus procesos de toma de decisiones políticas. Mucho se puede teorizar sobre autoridad y poder público, pero al final llegaremos a la conclusión de que la autoridad política se justifica por la facultad moral de poner  orden en la convivencia  de la sociedad, tutelando el campo intangible de los derechos de las personas y facilitándoles el ejercicio de sus deberes, todo encaminado al bien común.

Cuando  los poderes públicos no responden a estas definidas responsabilidades para con toda la ciudadanía, es lógico que se cuestione su propia legitimidad. Cualquier gesto o acto de los poderes políticos  que implique una violación  de estos derechos contrasta  con su propia razón de ser y, de consecuencia, vacía su gestión de valor jurídico y moral.

La vocación política no es la apropiación de una desenfrenada ansia por el poder como en muchos casos observamos. La vocación política tiene mucho que ver con el deseo de trabajar para dar accesibilidad a los ciudadanos a aquellas cosas necesarias para que puedan conducir una vida digna, como la alimentación, el vestido, la casa, el derecho a escoger libremente su estado de vida, la posibilidad de formar una familia, la educación, el trabajo, el honor, el respeto, el acceso a la información plural, la posibilidad de actuar según conciencia, la libertad en el campo religioso y la privacidad…

Para los poderes públicos, el orden social y su progreso deben estar encaminados a que prevalezca el bien de la persona y el bien común y no lo contrario.

Tampoco hay que olvidar que en este ejercicio de poder de las Administraciones públicas un factor importante es velar por la armonización social de las relaciones entre los ciudadanos,   de manera que el ejercicio de los derechos de unos no constituya un obstáculo o una amenaza para el ejercicio de los mismos derechos  de  otros y se vigile y se garantice el cumplimiento  de los respectivos deberes.

Claramente este orden social que se debe garantizar desde los poderes públicos tiene que estar fundado sobre la verdad y realizado según la justicia. Dos aspectos que han ido mermando en el ejercicio político de los últimos años con el uso de la mentira como arma electoral y la corrupción como abuso del poder público para conseguir una ventaja propia ilegítima.

Es tiempo de redescubrir la Política entre todos. Es necesario restituir rigor moral y seriedad profesional al poder público, eficacia a las instituciones, corresponsabilidad a los ciudadanos y trasparencia a los partidos.

Manuel Bellido

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