La palabra viaje evoca una doble emoción. Un primer estado de curiosidad: ¿qué veré?, ¿quién encontraré? y otro de recelo, de ansiedad, de temor hacia lo desconocido. Los viajes pueden tener muchos significados y dependerá siempre de cómo se afrontarán y de cómo se considerarán desde el propio estado de ánimo. Hay quien viaja para huir y hay quien viaja para encontrarse. Lo cierto es que un viaje es una esperanza y siempre una puerta al conocimiento. Conocer el mundo entero y conocerse a sí mismo en esa mirada, en esa reacción, en esa emoción que se prueba. Viajar es abrir una puerta para volver a empezar. El viaje es un relámpago de soledad acompañada. Un viaje es la vida misma.

Hace unos días volví a la Toscana: Pisa y Florencia. No he tenido tiempo de visitar mucho porque el viaje tenía otro objetivo. Tampoco tenía mucha importancia hacer turismo: viví en esas tierras casi 15 años y conozco y amo su monumentalidad, su arte, su geografía y su gente como si allí hubiera nacido. Este viaje ha sido, como todos mis viajes, un repentino cambio de situación, sugestión y encuentros que me han enriquecido y ayudado a afrontar hoy los sucesivos pasos de mi camino con mayor seguridad. Florencia motivó sólo una visita. Caminé atravesando il Pontevecchio hasta llegar al barrio de Oltrarno. Allí se encuentra la iglesia de Santa María del Cármine, una iglesia que surgió en 1268 y que, desde entonces, ha sufrido infinidad de vicisitudes, numerosas destrucciones, incendios, bombardeos y reconstrucciones. Conozco el camino. Entro por la puerta del Convento, al fondo del claustro hay una puerta de cristales, después a la izquierda y otra vez a la izquierda. Estoy en la Capilla Brancacci. No hay ningún turista en esos momentos y me siento envuelto enseguida por los frescos de Masolino y Masaccio. Elevo mis ojos hacia el segundo nivel de frescos. El primero a la izquierda es de Masaccio, la Expulsión del Paraíso de Adán y Eva. Adán llora y se cubre los ojos con las manos, Eva se cubre con los brazos y grita de dolor. Sus cuerpos desalentados y desolados no son como las pinturas medievales a dos dimensiones. Sus pies se asientan sólidamente sobre la tierra. Hace veinticinco años contemplé por primera vez esta escena. En aquella ocasión no sólo comprendí que allí comenzaba el Renacimiento, comprendí que al mismo tiempo para los dos personajes del fresco iniciaba una nueva vida. El Renacimiento supuso para el ser humano en aquellos momentos el inicio de una era de promesas y posibilidades desplegadas para hacer frente a los desafíos de la Historia.

También para mí, aquella primera vez que contemplé el fresco de Massacio, supuso el inicio de una nueva etapa de mi vida. Después de tantos años de estudio y trabajo en aquellas tierras, volvía a España. El Renacimiento estuvo inspirado por los ideales de la antigüedad clásica. Yo también, partiendo de cero, podía inspirarme en los ideales humanísticos del Renacimiento y transformarlos para hacer frente a los desafíos que personalmente tenía que afrontar. Esta última vez tuve también la sensación de que otra nueva etapa se abría en mi vida. Cuando inicié este viaje no imaginé que habría vuelto a la capilla Brancacci, ni que habría vivido un momento de tanta luz. Quizás se deba a mi vocación de explorador. El explorador es un ser absolutamente ilógico. No conoce nunca el momento en el que va a descubrir algo extraordinario. Este viaje y esta visita a Santa María del Cármine lo han sido.

Manuel Bellido

por @mbellido

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