Las narraciones que me gustan son aquellas que esconden entre sus líneas uno o más secretos. Mis ojos los intuyen cuando recorren apasionados textos de Kipling, Kafka, Cervantes, Unamuno o Borges. Hay frases en algunos capítulos de mis libros preferidos que despiertan inmediatamente mi curiosidad, una y otra vez, y ponen en marcha los mecanismos de la memoria. Mi madre, que me introdujo en el placer de la lectura a través de los cuentos, sentada en el borde de mi cama, leía en voz alta, casi recitando y, de vez en cuando, hacía una pausa para preguntarme si había entendido una palabra o un pasaje de la historia para proceder, en caso contrario, a darme una explicación. Eran como las notas al pie de página que encontramos en los libros y que ofrecen información adicional que resulta de interés para el lector.

Aquellos cuentos de los hermanos Grimm o de Hans Christian Andersen,  aparte de introducirme en el universo artístico y creativo de la literatura fueron para mí, como lo es y lo ha sido para muchos niños, un primer y sustancial instrumento formativo, de transmisión de valores, pero también un acercamiento al maravilloso sonido de las palabras, a su significado y a su musicalidad. Aquellas palabras inmóviles en las páginas de aquellos cuentos minúsculos en boca de mi madre revelaban su significado, cantaban y bailaban.

Seguramente todos nacemos con una dote de imaginación y creatividad y con la innata capacidad de expresarlas; si, además, la vida nos regala la fortuna de unos padres que nos inician en la lectura, esta capacidad toma forma y nos convierte, aún niños, en pequeños poetas capaces de trascribir sentimientos y expresarlos con un cierto encanto y belleza.

Conservo todavía en un cuaderno de grapas, ya mohosas, uno de mis primeros poemas, dedicado a aquella niña de ojos grandes, que se llamaba Tula y que todas las tardes tras la salida del colegio recorría un trozo de camino conmigo hasta llegar a su casa. Una tarde otoñal de lluvia tras los cristales, el viento movía violentamente un arbolillo plantado delante de mi ventana. Relacioné el viento con el sentimiento que me producía esta chica y al árbol con mi corazón que se movía vehementemente. Había descrito de forma simbólica en aquel cuadernillo de rayas mi amor por Tula. Estaba enamorado y escondí en aquella poesía titulada ‘El árbol y el viento’  mi secreto.

Los secretos que esconden algunos textos de grandes escritores son fruto de los lúcidos placeres del pensamiento. Hoy, leyendo este texto de Borges, me pregunté si el secreto que el poeta escondió en el texto fueron las contradicciones del hombre ante el tiempo que corre inexorable y el ser que perdura en la eternidad.

[…]

es el asombro ante el milagro

de que a despecho de infinitos azares,

de que a despecho de que somos

las gotas del río de Heráclito,

perdure algo en nosotros:

inmóvil.

Los grandes narradores nos introducen a veces en una dimensión atemporal, trasportándonos a otros lugares sin necesidad de definir siquiera el lugar donde se desenvuelve la trama, escuchamos sonidos de campanas sin ver el campanario, sentimos olor de sal yodada sin pisar la playa, escuchamos la voz de la conciencia interrogarnos sin haber pecado, intuimos la eternidad cuando reconocemos el dolor o la felicidad en el alma humana. La gran literatura no es sólo la narración de lo que se ve. Cada vez que descubrimos un secreto escondido en un texto, nuestra fragilidad se transforma en verdad y nos restituye la belleza y nos revela el centro inmortal que llevamos dentro.

¿Has descubierto en este texto mis secretos?

por @mbellido

La web del periodista Manuel Bellido Bello con opiniones, artículos y entrevistas publicados desde 1996. Manuel Bellido https://en.gravatar.com/verify/add-identity/09e264a7e3/manuelbellido% 40manuelbellido.com