Ayer, en el transcurso de una  conversación, una amiga me dijo: cuando no se pueden decir las cosas, las miradas se cargan de palabras. Se refería a un episodio que había vivido con otra persona días antes.  Reflexionando sobre esa conversación, debo admitir que lo seres humanos somos incapaces de relacionarnos sin cruzar una mirada con otra mirada y que nuestros ojos hablan sin hablar y a veces diciendo más que con las palabras que pronunciamos.

Sé que hay miradas que se pierden en horizontes infinitos,  miradas que se oscurecen y no ven nada, miradas que acarician cuerpos y los abrazan, miradas que se entusiasman, que se encantan, que se sorprenden o que se asustan, y hay miradas que se entrelazan con otras miradas. Sé que cuando dos miradas se cruzan, ambas se exponen a ser descodificadas, a ser acogidas o malinterpretadas; en definitiva, se arriesgan  a ser amadas o rechazadas.  Lo cierto es que lo que nos empuja a mirar es querer conocer, pedir, comprender  o declarar.

Intimidan las  miradas escrutadoras,  enternecen las  miradas de una madre o de un padre hacia su hijo, irradian las miradas de admiración, chispean las miradas de cortejo, son fascinantes las miradas de atracción, son terroríficas las miradas de odio y vacías las miradas de la muerte.

Conozco miradas  estáticas y viajeras. Las primeras escudriñan y focalizan un marco  hasta de  pocos milímetros; las miradas viajeras vuelan y sueñan, surcan espacios más amplios. Las primeras recortan, las segundas ensanchan. La mirada estática  se cubre,  la mirada viajera se descubre. Cuando nos sentimos mirados, reaccionamos con otra mirada o escondiendo la nuestra.  Sentirse mirado es sentirse observado, admirado, cuestionado, deseado o recriminado. Cualquier mirada nos nutre de la consideración de otro ser,  porque revela y afirma nuestra existencia, nos hace ser. Es un elemento tan imprescindible  de las  relaciones humanas que cuando hay ausencia de miradas reina la soledad.  Cuando fluyen las miradas, fluyen también los sentimientos y las emociones. Cuanto más libre es la mirada, más penetra en el interior de las cosas y de las personas. Una mirada puede desencadenar el amor o la insolencia. Una mirada puede condensar el respeto o el desafío. Una mirada nos contagiará sueños o tristeza,   esperanzas o  dolor. En una mirada encontraremos la honradez o la mentira, el miedo o la valentía. Hay miradas infantiles de inocencia, miradas soñadoras de adolescentes, miradas adultas de fortaleza, miradas sabias de ancianidad.

Es diversa la mirada que se refleja en el espejo, que la mirada que se refleja en el ser amado. Es diversa la mirada que proviene de nuestro interior a aquella superficial que nos induce la diversión. Tiende puentes la mirada humilde y abierta, y produce rechazo la mirada desconfiada o arrogante. Contagia la mirada burlona y acobarda la mirada acusadora.

Desde niño mi madre me enseñó a entender con una sola mirada. Son cosas que nunca se olvidan. Tiene razón ese proverbio árabe que dice que quien no comprende una mirada tampoco comprenderá una larga explicación.

por @mbellido

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