Ayer una buena amiga me refería el diálogo que se había establecido espontáneamente en su clase, en un instituto de la provincia de Sevilla,  sobre el ébola. No os niego mi estupor ante el relato que me hacía sobre las intervenciones de algunos de estos jóvenes, que ponían en relieve la gran  desinformación y la manipulación que se ha hecho de esta tragedia que ahora salpica Europa. Constataba también, a través de sus palabras, lo difícil que tiene que resultar educar en una época caracterizada por tantos desequilibrios, extremismos religiosos y políticos, crisis de valores sociales, económicos y culturales que traen consigo las consecuentes incertezas para el futuro de estas nuevas generaciones.

Me resultaba lógico preguntarme cómo es posible sacar el mejor partido de la educación en contextos de la escuela, donde en demasiados casos los profesores han perdido la esperanza de ejercer su vocación, hasta el punto de llegar a constatar la imposibilidad de luchar contra una marea relativista en la que nada tiene verdad ni validez universal.

El panorama probablemente no es tan negro en su totalidad y estoy convencido de que existen casos muy dignos de escuelas e institutos donde la educación brilla con todos sus valores por la labor inestimable y casi siempre callada de maestros y profesores.

El problema es que en la sociedad algo se ha ido pudriendo en muchos de sus pilares. Por ejemplo, es fácil constatar cómo, contra la necesidad comunitaria y solidaria del ser humano, en la sociedad actual se va cada vez más afirmando una cultura individualista. Se impone  el interés del individuo sobre el de la comunidad, la búsqueda del placer sobre el cumplimiento del deber, la seguridad propia sobre la seguridad de todos, el primado del estar bien con uno mismo sobre el estar bien juntos.

Algunos de los argumentos que esgrimían sobre el ébola los chavales de la clase de mi amiga estaban impregnados de un gran egoísmo: “A los  misioneros en lugar de traerlos a España habría que haberlos dejado que se murieran allí”. “El problema es de los africanos, ¿por qué tenemos que sufrirlo nosotros?”. Estas y otras frases muy duras, salidas de las bocas de gente tan joven, asustan y al mismo tiempo certifican la progresiva pérdida de valores en nuestra sociedad. Quizás sean muchas las asignaturas pendientes en el campo de la educación y serán los expertos los que se pronuncien al respecto; por mi parte creo que es necesario renovar la asunción de responsabilidad de las familias y, al mismo tiempo, los itinerarios formativos para ir adaptándolos a la nueva era de la globalización, donde nada de lo que ocurre en cualquier rincón del mundo nos es indiferente. La educación tendría que ir de la mano de los desafíos que hoy tenemos en nuestro Planeta y para los cuales cada uno tendría que aprender a comprometerse de manera personal, a través de una formación a la participación civil activa, a la realidad multicultural, a la paz, al compartir y a la solidaridad y a los estilos de vida sostenibles y respetuosos con el medio ambiente.

Estoy convencido de que un aprendizaje basado en una auténtica relación interpersonal, de intercambio recíproco y solidario, puede ser un buen  principio de todo gran programa educativo, algo que en definitiva favorecería de manera correcta la plena realización de la personalidad de cada uno y de todos a la vez.

MANUEL BELLIDO – bellido@mujeremprendedora.net

 

 

por @mbellido

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