Ayer he vuelto a ver la película La gata sobre el tejado de zinc, una película americana dirigida por Richard Brooks en 1958, basada en una obra teatral del dramaturgo Tennessee Williams. Los temas que afronta el guión están a la orden del día en muchos hogares: la incomunicación familiar, la ambigüedad sexual, la fuerza avasallante del deseo, la avaricia, y la falsedad y la embriaguez como mecanismos de evasión. Brick interpretado por el extraordinario actor Paul Newman y Maggie interpretada por Elizabeth Taylor son un matrimonio que está atravesando un periodo de crisis muy profundo. El se ha vuelto alcohólico y no quiere tener relaciones con ella ni tener descendientes. Maggie lo ama y trata de reconstruir la relación. La acción se desarrolla en la gran mansión familiar donde el padre de Brick, que por una grave enfermedad está al borde de la muerte, sin saberlo, celebra en esos días su cumpleaños. Los diálogos y la tensión dramática del film llevan a una constante reflexión. La muerte inminente del padre de familia produce un doble enfrentamiento: el del ex-deportista y alcohólico Brick con su esposa y con su padre en torno a la figura de un amigo muerto que, aunque personaje ausente, es el detonante de la crisis que involucra a los tres. Cada personaje está muy bien caracterizado: la madre, el hermano de Brick y su esposa terminan de componer un cuadro familiar desquiciado y egoísta.
Como muchos otros clásicos del cine, esta obra ahonda crudamente en temas vitales para el ser humano. En este caso las relaciones paterno-filiales, el amor o la hipocresía destacan de manera despiadada y sin matices. Esa violencia psicológica que desgranan las relaciones de sus personajes es demoledora. Es una agresividad que no desconocemos en la vida real y que vive probablemente en muchos hogares de nuestra sociedad. Codicia, envidia y mentira son condimentos que añadidos a la falta de amor son capaces de reproducir algo así como el infierno, ¿qué es el averno sino precisamente el no amor?