¿Tan difícil es dialogar? A veces sí, sucede que no siempre escuchamos las razones del otro, perdemos la paciencia e, incluso, levantamos la voz más de lo acostumbrado para sostener nuestras razones, olvidando lo agradable y lo útil de la plática entre personas que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos para enriquecerse mutuamente. Se olvida lo atractivo que es discurrir, ordenando ideas en la mente, intercambiándolas con nuestro interlocutor para llegar a una conclusión. Dialogar es una forma privilegiada de expresión cultural que une a personas apasionadas en la búsqueda común de una verdad.
Llevamos años escuchando a los señores diputados pedir, prometer y pretender actitudes de diálogo al otro partido para seguidamente continuar en la pelea. El diálogo (del griego διά (diá, a través) y λόγος (logos, palabra, discurso), ese que fue el modo de enseñanza de Sócrates, hoy se practica poco y no solo entre los políticos. Seguramente es más fácil no tener interlocutores y no tener que responder a preguntas incomodas.
Lo cierto es que el diálogo, además de un placer, es un buen método de convivencia y crecimiento insustituible. La premisa indispensable para practicarlo es la tolerancia positiva y activa, que significa no solo tener que soportar al interlocutor y sus ideas, sino la actitud de acogerlo y a veces hasta ponerse en su lugar, en su estado existencial y en su punto de vista. Solo así se es capaz de comprender enteramente la verdad de los problemas comunes. Lo he vuelto a aprender estos días. Un diálogo enriquecedor ha sido uno de los regalos que más he apreciado esta Navidad. En esta cultura donde las cosas positivas se transmiten por contagio vale la pena experimentarlo. Todos nosotros tenemos siempre un diálogo pendiente. Buena suerte con el vuestro.
Manuel Bellido