La primera vez que estuve en Hong Kong fue en 1979. Pocas ciudades en el mundo son tan atractivas como esta. Una lugar, que como Estambul,  tienen la característica de ser puente entre dos civilizaciones, entre dos modos de ser, entre dos cultura. Hong Kong en aquella primera visita me pareció por una parte Occidente, sus rascacielos de cemento y cristal, su tráfico y sus negocios lo ponían en evidencia. Por otra parte, puerta de Oriente.  Lilo Wong, una joven china que había conocido en Europa hacía algunos años, me mostró en aquellos días lo que Hong Kong tenia de Oriente en su faceta más inquietante y misteriosa. Dos mundos convivían en la ciudad y la esperanza en aquellos años era que  cuando llegase 1997 y la ex – colonia británica  pasara a depender  exclusivamente de  la sobraría de Pekín,  la política con sus leyes no sofocara ni un mundo ni el otro.     La visita a  Hong Kong con Lilo, fue atenta y preparada. No había monumentos importantes, tampoco había demasiados templos antiguos que fotografiar;  había una vida, un modo de ser, de saborear las cosas que me enamoró. Un día mientras íbamos hacia Kowloon en el vaporcito y una perfecta circunferencia de sol rojo dibujaba una trayectoria perpendicular sobre las aguas, Lilo me contó una historia, que en aquel momento me pareció de una belleza clásica y apasionada. Era la historia de eróticas y sutiles vibraciones de un anciano que habiendo perdido ya toda viril gloria, visitaba una muy oriental casa de citas donde un grupo de muchachas tendidas dormían sin poder ser tocadas. Entonces le  pregunté a Lilo: “¿El placer por tanto, consiste en la prohibición de tocar, de consumar la belleza?”  Ella me respondió: “La prohibición para el viejo  no era  del todo  contingente,  era impuesta también por la edad, por el tiempo, por la proximidad de la muerte”  “Llega un momento”, continuó, “que el cuerpo  ya no es instrumento de exaltación ni de abandono, sino  una especie de vapor gris”·. La ineficaz contemplación del sueño de las muchachas de aquel anciano, que se coloreaba  de crueldad y esteticismo, instauraba una mágica connivencia con la muerte, cristalina pariente de la ancianidad.

Lilo, lo que había hecho, era explicarme  el argumento  de un libro que estaba leyendo en esos días; “La casa de las bellas durmientes”, de Yasunari Kawabata. Nunca he leído la historia del viejo y solitario Eguchi, que pagaba por dormir junto a bellas muchachas adormecidas de antemano, pero  la conversación con  Lilo aquella tarde nunca la olvidaré.  Recuerdo hoy a Lilo como una contadora de historias. De hecho no fue la única que me contó en esos días. La fuerza de una buena narración es extraordinaria. El ser humano ha sentido siempre una fascinación innata por las historias. Las madres nos acostumbran desde pequeños a gozarlas y desearlas, a estimular nuestros sentidos y nuestra fantasía. Un placer inconmensurable.

por @mbellido

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