La curiosidad es la sed de los genios; una febril corriente interior que busca desembocar en el inmenso mar del conocimiento. El historiador de arte británico, Kenneth Clark, define a Leonardo da Vinci como “el hombre más incesantemente curioso de la historia” Su mente fisgona, investigadora e indagadora llegó lejísimos, más que todo el conocimiento y la tecnología de su tiempo.
Ese deseo de conocer lo que no se sabe es una tensión positiva de nuestro ser, una tensión de hondura, que aunque en muchos aspectos sea un instinto natural, no todos los seres la usan para la exploración, la investigación y el aprendizaje. Por la curiosidad nuestra mente se puede transformar en un mirador, un balcón alto y bien situado en nuestro cerebro desde el que se puede contemplar con facilidad una infinidad de facetas del conocimiento. Otro gran genio, el científico más importante del siglo XX, Albert Einstein, decía de sí mismo: “No tengo talentos especiales, pero sí soy profundamente curioso”
Creo también, que la curiosidad forma parte de nuestro mecanismo de supervivencia. Siendo niños, la vivimos y la desarrollamos para crecer para entender cómo conservar la vida; especialmente cuando en una situación difícil tenemos que buscar una solución para salir adelante. Creo que no hay nada más positivo que ese impulso de escrutar, llamado curiosidad, aunque se diga que la curiosidad mató al gato o que un famoso filósofo francés llegara a la conclusión que la curiosidad de conocer las cosas ha sido entregada a los hombres como un castigo.
Mi experiencia de la curiosidad, casi siempre, se ha coloreado de interacción, relacionándome no solo con el entorno más cercano o más lejano, sino también con otros seres que me han abierto puertas a la información que buscaba. Me ha hecho avanzar.
El tiempo va sacando a la luz todo lo que está oculto, basta curiosidad, esfuerzo y paciencia, aunque como decía Horacio: “Dios no vende todas las cosas buenas al precio del trabajo”.