Decía el dramaturgo francés Aymé, que la humildad es la antecámara de todas las perfecciones, sin embargo, no es de las virtudes que más brillen en la sociedad actual. No brilla sobre todo ni en la política ni en la economía, donde se tiene muy claro que el que quiere conseguir algo tiene que reflejar actitudes de vencedor, de campeón, conquistador, dominador o invicto. Por supuesto, siendo más ambicioso y codicioso que los demás. Tampoco las nuevas generaciones son humildes con respecto a las generaciones pasadas; a esas que aprendieron a descubrirla en la tierra y en sus límites, remangándose la camisa a diario y afrontando los duros trabajos de la agricultura o de la albañilería, manejando sus herramientas, probando el pan pobre y el poco pan, aplicándose en el aprendizaje de los trabajos y en el trabajo de vivir.

Generaciones que han conocido guerras y holocaustos, dictaduras y revoluciones, pobreza y precariedad, que se han forjado amando, estimando y premiando la humildad, porque el mejor modo de aceptarla es cuando llega sin que nadie nos la procure consciente y violentamente, cuando son las circunstancias de la vida la que nos la procura.

A menudo este verano me ha pasado mientras paseaba por la playa que alzando lo ojos y viendo ese mar inmenso y ese cielo infinito notaba que se abonaba en mí el terreno para que floreciera una plantita de humildad. Ocasiones que nunca hay que perder.

Cuando no hay humildad, las personas se degradan, porque vanidad, orgullo y soberbia, todo, antes o después termina por pudrirse. Se lee en la Biblia que el rey Salomón decía que «donde hay soberbia, allí habrá ignorancia; pero donde hay humildad, habrá sabiduría«.

Está claro que para ser humilde se necesita grandeza.

por @mbellido

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