¿Cuántas veces hemos admirado a alguien que acabábamos de conocer simplemente porque desde el primer momento del encuentro mostraba un carácter solar y comprobábamos que se relacionaba a las mil maravilla con la gente a su alrededor?
En general a todos nos captura el poder magnético de las personas extrovertidas, que habitualmente en medio de un grupo siempre despiertan el interés de los demás y están al centro de la atención. En ellos sobresale una tendencia natural a socializar con facilidad y a sobresalir en las reuniones. Conozco a muchos que no tienen ninguna dificultad en hacerse notar inmediatamente en cualquier sitio donde acuden; su sola presencia en un ambiente incluso abarrotado de gente, hace que las miradas se dirijan hacia él mientras camina o entra en esa sala.
El primero en trabajar con la dimensión de extraversión – introversión fue Carl Jung; términos que existen desde 1921 cuando los utilizó en su libro “Tipos psicológicos”.
Los extravertidos se interesan por el mundo exterior de la gente y de las cosas, tratan de ser más sociables y de estar más al tanto de lo que pasa en su entorno. Saben expresar sus opiniones y objetivos con mucha sencillez. Al mismo tiempo saben hacerse respetar por los demás en modo eficaz. No sé si será un dono natural o es algo que podemos trabajar en nosotros mismos. Los psicólogos tienen en este sentido la última palabra. Lo que si he comprobado es que muchas personas han roto esa barrera entre introversión y extroversión a través de la experiencia del amor. Creo que el amor es una especie de éxtasis, como una especie de salida del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí a otro ser.
En estos días que tanto se habla de Santa Teresa de Ávila, por el V Centenario de su nacimiento, resuena en mí una frase que solía repetir: “si el amor es perfecto, se olvida de sí mismo por alegrar a la persona que ama” ¿Habrá mayor extroversión?