Con el aire precavido, la respiración retenida, gestos cautos y mirada fisgona de aprendiz de robador, me acerqué esta vez a la tienda de los silencios. Atravesé el umbral con el frenesí no velado de quien quiere encontrar a toda costa una alhaja y, al mismo tiempo, con la difidencia de quien profana un espacio sagrado y desconocido con el que mantendrá por unos instantes una relación inédita. En las estanterías, los silencios estaban catalogados por duración, por intensidad, por emociones, por siglos, por años, por tiempos, por lugares y por personas. No sabía por dónde empezar. Había millones de casillas. Y dentro de algunas sabía que estaban los tuyos, los míos y los de toda la humanidad. Entre los primeros descubrí un silencio profundo, oscuro, insondable y hondo que se produjo, probablemente, hace mas de 4600 millones de años, antes del nacimiento de la Tierra y de nuestro sistema solar, antes de ese estruendo gigantesco que dio vida a nuestro planeta. Un poco más allá, en las primeras estanterías, reconocí el silencio lleno de asombro y de amor de un Dios que después de haber modelado al primer hombre sopló en su nariz aliento de vida y se convirtió en padre por segunda vez. En un rincón apartado, teñido de negro y amenazante encontré el silencio fosco y escalofriante de la muerte. …Y el silencio de las profundidades de los océanos. Y el silencio puro de las cimas de alta montaña. Escuché el silencio respetuoso que se produce en todos los teatros del mundo antes de los primeros compases de una sinfonía. El silencio entre nota y nota. El silencio de la inspiración. El silencio de la contemplación, de la meditación, de la oración. El silencio atónito ante una obra de arte. El silencio enigmático de La Gioconda que pintó Leonardo. El silencio divertido de las películas mudas de Charlot y del famoso dúo cómico Laurel & Hardy, el gordo y el flaco. El silencio oscuro de un desmayo. El silencio suspenso, previo a un veredicto. El silencio de una alegría antes de compartirla. El silencio punzante, agudo y profundo del dolor.

Después caminé hasta llegar a mis estanterías y en sus repisas me extasié maravillado ante el silencio de mi gestación en el vientre de mi madre. Me enternecí ante el silencio asombrado de mi infancia, escuchando noche tras noche los cuentos y las invenciones de mi padre. Busqué silencios de sonrojos en mi adolescencia. Hallé intacto el silencio de una mañana soleada en la nave principal de La Sainte-Chapelle de París contemplando los rayos filtrados por sus multicolores vidrieras y sus rosetones de luz, protagonistas de un gótico radiante que aprendí a reconocer y amar. Encontré envuelto en papel de regalo el silencio de mi primer beso de amor. El silencio de tiernas caricias. El silencio de un abrazo de mi amigo Javier, un político honrado que me supo hablar con la mirada en un momento difícil. Repasé, uno a uno, y comprendí todos los silencios de tu mirada. Reconocí cientos de silencios ante este ordenador, mientras rebusco en mi mente y en mi corazón palabras nuevas para escribir esta carta.

Quedan espacios vacíos en mis estantes. Seguiré buscando nuevos silencios, silencios de belleza y de paz. Silencios de amor.

por @mbellido

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