De vez en cuando nos escondemos. Escapamos de nuestras paredes diarias y de nuestros objetos cotidianos y cerramos las ventanas, las puertas y los ojos para no ver el mundo externo. Queremos estar solos para encontrarnos.

Otras veces, escondiéndonos, sin saberlo estamos escapando de nuestro ‘yo’ más íntimo. Mark Twain decía que la peor soledad es la de no estar a gusto consigo mismo. Fabricamos trincheras de soledad, parcelas de tiempos y lugares donde nadie pueda acariciarnos, escucharnos o mirarnos. Queremos estar tranquilos, pero el silencio que nos acompaña no siempre es música sublime sino ensordecedor estruendo que nos asusta y paraliza el arrojo y la valentía para afrontar la realidad de manera positiva. Nos cuesta encontrarnos.

Otras veces escondemos algo que no queremos ver o escuchar.

No hace muchas semanas tiré el corazón en algún rincón oscuro de mi casa para no escuchar sus latidos. Al principio pensé que mi decisión funcionaría y además hice todo lo posible para no prestarle atención. Intenté distraerme adivinando de quién es la mano que hace crecer los árboles o mueve el viento o por qué los pájaros se paran de vez en cuando en medio del cielo para contemplar la tierra que se extiende bajo sus alas. Me entretuve perdiéndome entre millares de palabras, poniendo en orden mis cuadernos de apuntes y de poesía o vaciando de viejos recuerdos mis armarios y cajones. Me distraje preguntándome por qué hay botellas que solo con mirarlas te emborrachan. Sin embargo, seguí sintiendo esos latidos. Probé también a regar mis macetas. Me senté varias horas frente al ordenador para escribir otras emociones mientras la magia de Debussy me envolvía con el Prélude à l´apres-midi d´un faune. Todo era inútil, los latidos de ese corazón que había rodado debajo de la cama o debajo de algún mueble ahora parecían zumbidos. Un compasado latir que seguía sin debilitar por un momento su martilleo. Una misteriosa sinfonía para el ballet que centenares de mariposas componían en mi estomago.

Supe que no siempre es posible esconderse, que no siempre podemos hacer oídos sordos a los mensajes que nos manda el corazón. Hay momentos en la vida en los que quisiéramos simplificarlo todo, no ser estrellas de Hollywood, vivir sencillamente historias en blanco y negro, y con un papel secundario, hacer de comparsas en la coreografía de un bolero o en una comedia divertida, matar la pasión y tirarla por un precipicio, pasear por nuestra ciudad con cara de extranjero, meter una tapicería de color disimulado a nuestros sentimientos y no sufrir. Pero vivimos encerrados en un misterio que es la vida. Todo lo que intuimos de ella es que es grandiosa y vale la pena saborearla y que el amor como el bolero de Ravel es una música con un ritmo y un tempo invariables, con una melodía obsesiva, repetida una y otra vez, en un crescendo que termina a veces con una modulación y una coda estruendosa. He vuelto a poner el corazón en su sitio, ha vuelto a hacer tic-tac, al menos por un momento. Demasiada emoción latir siempre a ritmo del bolero.

por @mbellido

La web del periodista Manuel Bellido Bello con opiniones, artículos y entrevistas publicados desde 1996. Manuel Bellido https://en.gravatar.com/verify/add-identity/09e264a7e3/manuelbellido% 40manuelbellido.com