Cuando las nubes abren paso al sol, el buen tiempo nos anima a ir a la playa. La primavera se nos vuelve gaviota, espuma, ola, arena, pueblecitos de pescadores, robados al mar que se recuestan, salados y blancos, sobre esa arena fina y rubia de nuestras costas. A menudo nos sentamos en la orilla; a menudo lo hago, y dejo que la mirada se pierda en el horizonte, navegue entre las olas o se sumerja como un delfín en sus profundidades. Nuestros ojos deben enternecer a las olas que no se cansan de susurrarnos palabras misteriosa e historias de desesperados que se durmieron en sus embates. Ayer pensaba que de alguna manera, el mar nos transforma por instantes en Telémaco, ese personaje de la Odisea de Homero, hijo de Ulises y de Penélope, que aún siendo niño vio marchar a su padre y durante veinte años, día tras día, perdió sus ojos en el horizonte esperando su retorno. A menudo nos sentamos en la orilla esperando que del mar algo o alguien regresen. Casi nunca vuelve nada de material. Vuelven pensamientos, trozos de la memoria y a veces, raras veces, deseos. En esta España plagada de insensateces, de traiciones, de envidias, de luchas por el poder, de crisis económicas y de “ismos”, esperamos siempre que alguien o algo nos devuelva la esperanza, que restituya a los incendiarios de la calle la decisión racional de conservar la calma y la cordura, que reponga en los políticos la ilusión de querer intentarlo de otra manera, a los nacionalistas la convicción de que el camino es la unidad, a todas las fuerzas sociales la percepción de que trabajar todos juntos por una sociedad menos egoísta, más equilibrada y justa tiene sentido, un sentido cuya verdad no podemos demostrar, pero sí podemos vivir en la medida en que nos entregamos con confianza a anteponer el diálogo a la demagogia. De esta ultima sobra mucho en este país.