Había una luz amarillenta y desconsolada en aquella habitación de las calle de las Naranjas. Se encendía todas las tardes sobre la cabeza de mi madre que planchaba. Era otoño y yo llegaba de la escuela buscando el pan con chocolate y mi ración de ternura. Mi cuaderno se abría sobre la mesa camilla y los llenaba de sumas, restas y caligrafía. Mi cabeza se llenaba de preguntas y de fantasía y aquella luz amarillenta era capaz de protegerme de la noche que poco a poco todo lo invadía. Mi madre planchaba, la radio encendida, la novela lloraba de amores desgraciados y la lluvia saltaba sobre las piedras del patio. La tarea la terminaba en media hora y después vaciaba sobre el suelo la caja de zapatos llena de soldaditos, indios y cowboys de goma y me ponía a jugar, o me iba a la calle, cerca de la parroquia, a jugar con otros niños, hasta la hora de la cena.
Mi material escolar consistía en una sola enciclopedia, con todos los conocimientos necesarios en todas las áreas, un cuaderno de cuadritos para las cuentas y otro para la caligrafía, un lápiz y una goma.
Hoy los chavales con la misma edad llenan diariamente sus mochilas con cinco kilos de libros, cuadernos y block, rotuladores de todos los colores, reglas, calculadoras y un largo etcétera de complementos escolares que hacen de estos “enanos” ejecutivos de película en toda regla. Después, si te paras a escucharlos hablando una o dos lenguas extranjeras, o te acercas a mirarlos mientras manejan con una soltura de vértigo las herramientas informáticas y de Internet, te sientes un troglodita transportado por el túnel del tiempo directamente desde la prehistoria.
En mis tiempos de escolar, las manualidades eran una actividad que se hacia muy de tarde en tarde y las realizábamos con materiales muy rudimentarios: papel de periódico o alguna caja de cartón que pedíamos en las tiendas de confección del barrio. Hace días coincidí en una papelería con una madre y un chiquitín con gafas y cara de genio despistado que, con una lista en la mano, escogía material para hacer un trabajo manual: papel charol, papel seda, cartón ondulado, celofán y cartulina fluorescente. No pude evitar comparar su infancia con la mía. Imaginé a este chaval en su casa, después de haber terminado los deberes, sentándose delante de su portátil para jugar con soldaditos a tres dimensiones, haciendo la guerra casi de verdad. Los tiempos han cambiado y ya nada es lo que era. No sé si era mejor antes o es mejor ahora. Lo cierto es que los niños de hoy lo tienen casi todo, nosotros teníamos casi nada. Los de hoy tienen un ego y una autoestima más desarrollada, parece que conocen menos el miedo. Hoy es más fácil subirse a las barbas del profesor, después de haber estado matando cruelmente, durante horas y horas en el ordenador, a supuestos enemigos. En mis tiempos, si me pillaban charlando en clase y el profesor me miraba, bajaba la vista, callaba la boca y a ahuecar el ala, antes de que el castigo fuera peor. En fin, el tiempo nos dirá si las nuevas generaciones serán capaces o no de construir un mundo mejor del que en la actualidad nuestra generación está construyendo.

por @mbellido

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