Que cerca del alma lo que a veces está tan lejos de nuestros ojos. La luz de las estrellas puede tardar millones de años hasta llegar a la Tierra, sin embargo, cuando las contemplamos en el cielo creemos ingenuamente que viven al alcance de nuestras manos. La imagen equivalente de nuestras añoranzas en nuestra alma es similar a los vacíos de tierra donde estuvo plantado un árbol, y mirando la cavidad imaginamos el tronco y sus ramas florecidas. La ilusión producida por algunos recuerdos es similar. Siempre recordaré un pecho que un tumor había vaciado, olvidé el rostro de la mujer, pero nunca olvidaré aquella cavidad. También la imagen de los seres queridos que están lejos aparece en nuestro corazón como alguna hoja de libro que se ha quedado en blanco porque la máquina dejó de imprimir durante un instante. Heidegger quizás tenía razón: el hombre es un ser de lejanías y, aunque nunca me pregunté qué quiso decir, comprendo que la vida es casi siempre un juego de temporalidad. El pasado se nos antoja lejano e irrecuperable, y el futuro que deseamos nunca llega. El presente es un picosegundo que apenas nos da tiempo a pronunciarlo. En la billonésima parte de ese instante se nos puede escapar un suspiro pero es tan volátil y gaseoso que se aleja y se pierde en los lejanos mundos de lo intangible.

Que cerca del alma lo que anhela nuestro deseo. Y una vez que lo obtenemos: “Multum in parvo”, porque cuando nuestros deseos se cumplen nos devora en el corazón una especie de nueva insatisfacción y lo mucho recibido nos vuelve a parecer poco. Me doy cuenta a menudo de que no siempre tengo la necesidad de que mis deseos se hagan realidad. Alguien me diría que este pensamiento podría ser una paradoja. De lo que tengo necesidad, verdaderamente, es de desear, seguir deseando, no dejar en ningún momento de desear. También podríamos decir, soñar. El buen deseo, ese que proviene del corazón, es como un pozo sin fondo, por tanto, al verlo realizado alguna vez, a menudo sucede, somos felices y nos viene a la boca un gracias a la Vida, pero inmediatamente volvemos a sentir sed, no porque somos criaturas caprichosas, sino porque en el fondo nos gustaría que siempre fuera así, constantemente. Que ese momento no tuviera fin. Al corazón le llega el tenue resplandor del “ya, pero no del todo” del “así, pero que no se acabe nunca”.

El inconcebible universo de las ideas, el engranaje laberíntico del amor, la interminable escalera del espíritu, tienden cautelosamente trampas para atrapar nuestros deseos. Curiosamente, hace un momento, removiendo libros, se escapó de uno de ellos un pequeño calendario de 2005, en una de sus caras la imagen de la abuela del Cristo, que la Iglesia venera como Santa Ana. Según la tradición, Ana era una doncella de Nazaret, casada con un buen hombre. Durante 20 años intentaron tener hijos. En una ocasión su marido decide realizar una ofrenda en el templo, pero el sacerdote la rechaza por ser ambos estériles y no incrementar el pueblo de Dios. Ellos no pierden la esperanza y lo siguen deseando. Aunque Ana no estaba en edad fértil, el milagro se realiza, Ana logra engendrar una niña, «María» la madre del Cristo. Sin saber si es historia o leyenda, lo que sí me trasmite es que desear es la mejor manera de poder ver realizados nuestros sueños.

Santa Ana, la Virgen, el Niño y san Juanito
(Cartón de Burlington House)
Leonardo da Vinci, h. 1501-1505
Tiza negra, albayalde y difumino sobre papel • Renacimiento
141,5 cm × 104,6 cm
National Gallery de Londres, Reino Unido

por @mbellido

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