En todo hay un antes y un después. Cuando era niño siempre esperaba, apoyado en el portón de casa, que mi padre volviera del trabajo. Mientras lo esperaba, me sentía como aburrido, incluso perdido. Cuando llegaba entraba con él de la mano y la casa parecía llenarse de luz, todo cambiaba. Es un hecho comprobable en cada instante. Entre el antes y el después, un segundo o una eternidad, dejan una huella llena de significado que no podemos ignorar. Nuestra vida personal y también la Historia nos lo muestran con esmerada claridad. Hubo un antes y un después de la traición de Judas, de la caída de Constantinopla en manos de los turcos otomanos, del descubrimiento de América, del 68, de la caída del muro del Berlín y del atentado del 11 de septiembre. Las fotografías en blanco y negro de los álbumes familiares, los viejos recortes de periódicos, los libros de colegio de nuestra infancia, las cartas que hemos conservado en una caja de cartón son parte de un antes al que siguió una infinidad de después. En nuestra alma, que es un diario íntimo donde se anotan dudas existenciales, tareas cotidianas, horas de impostergable jugada, sueños, plegarias, suspiros y tormentos, se clasifican milimétricamente las fracciones entre ambos tiempos. Allí queda registrada cada una de las emociones que han producido el momento en que escogíamos el punto cardinal de nuestra brújula vital. Allí están registrados los antes y los después del rito de pasaje de la infancia a la adolescencia, de la juventud a la adultez.
Los momentos dolorosos tienen también su precedente y su desenlace. A veces de ellos nos quedan esos arañones desesperados ante la falta de comunicación con un Dios que se nos antoja inclemente y feroz ante lo indescifrable de sus designios. En el amor se nos desvela una persecución de la verdad que a menudo se convierte en quimera. Elementos no escasean que abonen el deseo, la frustración, los celos, el desengaño o la esperanza. Se intercalan a intervalos el mar placido y el encrespado. El efusivo catálogo de antes y después es inmenso. Alguien me dijo una vez que la horca, la decapitación o el degüello, eran condenas menores, pero que morir de amor era intolerable y por eso cerró con llave su corazón para no vivir nunca el momento después de su posible condena.
Mi imaginación no descansa de imaginar esas circunstancias que procuran los antes y después de las historias que protagoniza el corazón. Agoto siempre todas sus variaciones en mi fantasía pero prefiero quedarme siempre con los después de un beso, con los después de un abrazo, con los después de un te amo. Ante esas emociones todos los antes desaparecen. Borges decía: “Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.” Es el sentimiento que invade nuestro corazón cuando amamos. Es el después que deseamos a otro corazón.