Cada vez que abría el cajón de esa vieja cómoda en la habitación de la tata, me sumergía en un cosmos misterioso. Aquel compartimento mágico contenía un puñado de folios manuscritos, fotografías en blanco y negro, un camafeo, collares, algunas monedas, un tarrito de perfume, varios anillos, un librito sin pastas que el tiempo había coloreado de amarillo, un medallón de la Virgen del Carmen, una estatuilla de marfil de una mujer sin brazos, un rosario y no sé cuántas cosas más. Bastaba abrirlo y el corazón me latía a cien. La oferta seductora de aquel cajón me embelesaba y la emoción de estar curioseando a escondidas ese pequeño tesoro se convertía en una tentación imposible de resistir. Yo tenía apenas ocho o nueve años y, mientras ella me preparaba en la cocina un tazón de leche y galletas para la merienda, yo escudriñaba el cajón, examinando cada objeto con manos temblorosas, mientras respiraba un perfume penetrante que aún recuerdo. Nunca me sorprendió en tan ingenuo espionaje. Yo la escuchaba llegar a la habitación con la bandeja de mi merienda y me sentaba velozmente en el borde de su cama, satisfecho de que no me hubiera descubierto.
Después de merendar hacíamos recortables, me contaba historias. Sentado sobre su falda, acercaba mi cuerpo al suyo y yo me dejaba abrazar por su calor maternal frustrado. Aquellos momentos también acercaban su otoño a la estación inocente de mi primavera. El corazón tiene otra memoria, distinta a esa de la función cerebral, resultado de conexiones sinápticas entre neuronas, y hoy, revisando una vieja carpeta, he encontrado algunos de los folios que contenía aquel cajón. Eran sus poesías. El aguacero de dos lágrimas ha resbalado calidamente por mis mejillas evocando en mi interior su tierna imagen. Aquellos versos, escritos probablemente bajo sombras de nubes, hablaban de esperanza de cielos tras muros de indolencia, de recuerdos apagados y de sueños inalcanzables. Sus dedos como velas apagadas habrán sostenido aquellos folios humedecidos, probablemente, por suspiros y desengaños. Cuánto amor y cuánta pena encerrada en aquellos poemas que llevaban años encarcelados en una carpeta y que hoy me dan a entender que el tiempo de una mujer no es un solo instante en el tiempo que no deja huella. Ese dolor y ese amor profundo vividos en silencio han hecho que su viaje no sea la mentira de una meta nunca alcanzada, sino la verdad del camino que estaba recorriendo. Ayer, mi corazón de niño delante de aquel cajón se quedaba siempre a este lado de su frontera. Hoy, sus poesías me han permitido abandonar por un momento los líos de la política y los escenarios de cartón piedra que nos brinda la actualidad, para entrar de puntillas en un retoño de vida del alma de una mujer. Unos de sus poemas terminaba así: “el amor lo es todo/ y todo aquello que sabemos de él/ es que es una sinfonía/ somos notas y nos movemos/ entre el dolor y la pasión/ entre el infierno y el cielo/ esa es la vida/la que no compra el dinero”.
Manuel bellido

por @mbellido

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