La caja tonta sigue hipnotizando con anuncios de potingues para estar más jóvenes, con “programas del corazón” que idolatran a personajes prefabricados, que no tienen nada inteligente que decir, pero que entretienen con mucho morbo, y con otras lindezas en la misma línea. Las imágenes se suceden ante nuestros ojos y terminan creándonos necesidades que desconocíamos, envolviéndonos en espejismos de un mundo ficticio.
Juventud y agudeza mental, felicidad a toda costa, moda y nuevas tecnologías, seguridad y poder, ambición económica: ¿siguen siendo estos los mitos de nuestro tiempo? Parece que sí. Son ideas que invaden nuestro espacio cotidiano y, ante la pasividad generalizada, terminan plasmándonos como individuos y sociedad. Son tendencias que en muchos casos se proponen como valores y se imponen como prácticas sociales a través de un lenguaje que todo lo hace apetecible y deseado. Es un modo ruidoso de mantenernos entretenidos y no dejarnos reflexionar silenciosamente sobre la realidad social, política y económica existente. Lo grosero y lo banal se impone y nos vence sin demasiado esfuerzo. En el fondo, apretar un botón del mando a distancia, conlleva cansancio físico o mental.
Las televisiones, para disimular tanta banalidad, nos ofrecen, de vez en cuando, un “programa debate” que recorre los caminos aparentemente diplomáticos de lo políticamente correcto, brindando en formatos distintos unos “cara a cara” más o menos acalorados entre gladiadores de uno y otro signo político, voces de izquierda y de derecha, para contentar a todas las audiencias. El resultado es la imagen viva de la cultura del empate a la que nos tienen acostumbrados estos programas: opiniones a favor y en contra y moderadores-facilitadores (un poquito “ma non troppo”), de quienes hablen en nombre del poder constituido. Da la sensación de que nadie se quiera quemar en la búsqueda de la verdad, como si no interesara buscarla y encontrarla y solo importara quedar bien sin mojarse demasiado para no ser tachado de extremista. La verdad declarada siempre admite dos posiciones finales, una ganadora y otra perdedora, o quizás un abnegado silencio, pero en estos plató nunca se refleja esa situación. Es como si hubiera calado en la gente la idea de que la verdad no existe, es más, que buscarla es algo no conveniente. El empate de opiniones es la síntesis del pensar que existen muchas verdades acerca de las cosas, al menos tantas como personas creen tener un conocimiento de ellas. Einstein decía una frase muy curiosa: “Si mi teoría de la relatividad es exacta, los alemanes dirán que soy alemán y los franceses que soy ciudadano del mundo. Pero si no, los franceses dirán que soy alemán, y los alemanes que soy judío”. Esta cultura del empate que se difunde por doquier es la aplicación de la ley del menor esfuerzo. Buscar la verdad significa esforzarse, ponerse en discusión, reflexionar, exponerse. ¿Quién quiere tomarse esas molestias?
Manuel Bellido
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