Dice el diccionario que instantáneo es algo que solamente dura un instante y una imagen fotográfica es una instantánea. Las instantáneas que hoy nos ofrece el mundo son pavorosamente desiguales y, en muchos casos, atormentadas. Los titulares de un periódico son instantáneas, piezas que no saben cómo encajar unas con otras, notas sueltas que componen una sinfonía desafinada y repleta de cacofonías. Actualmente existen 29 conflictos armados en el mundo, la mayoría concentrados en Asia y África. Los medios apuntan sus focos solo a algunos de ellos. Lo mismo sucede cuando se desencadenan desastres naturales, solo nos enteramos de algunos y duran ante nuestros ojos cuanto pueden durar en la primera página de un periódico. En esta edad de supercomunicación, los instrumentos mediáticos son capaces de apabullarnos con montajes y también de escondernos la realidad. Hacen aparecer y desaparecer las tragedias en el mundo como por arte de magia y ya sabemos que si algo no es noticia en la televisión es como si no existiera. Hoy los telediarios hablarán del conflicto en Libia, del desastre en Japón y transmitirán la profunda preocupación por lo que acontece en Fukushima, recordarán algo de Siria o de Yemen. Sin embargo nadie nombrará a los casi dos millones de niños menores de cinco años que mueren anualmente en India, nadie comentará que tres de cada cuatro mujeres de entre 15 y 49 años sufren la mutilación genital en Etiopia, nadie mostrará una sola imagen de las 680.000 personas afectadas gravemente por las inundaciones en Benín y nadie recordará las consecuencias que siguen sufriendo en Pakistán por las inundaciones del año pasado y la crisis nutricional que padece allí la infancia. Una lista interminable de instantáneas dolorosas corre delante de nuestros ojos, algunas llamando poderosamente nuestra atención, otras susurrándonos con un hilo de voz su desamparo. Al mismo tiempo, el hilo de una memoria enmarañada, nos acerca o nos aleja de los desastres, de las guerras y de los conflictos que se han sucedido en nuestro planeta a los largo de la historia. No terminamos de aprender que la egolatría del hombre es capaz de dañar gravemente a la naturaleza y a sus semejantes y que en su corazón puede anidar el odio y el amor. El egoísmo y la generosidad son actitudes del ser humano, viejas como el mismo mundo, y desde Caín y Abel el hombre se ha preguntado sobre ellas. Aristóteles decía que el egoísmo no es el amor propio, sino una pasión desordenada por uno mismo y, tratando el tema de la generosidad, los antiguos árabes la definían como esa actitud que consiste en dar antes que se nos pida. Su contrario es el egoísmo. Las acciones de la naturaleza no siempre podemos detenerlas. Terremotos, seísmos y tsunamis son inevitables e incontrolables. Las guerras, sin embargo, sí se pueden detener. Son fruto del maldito egoísmo de los humanos. No hay guerras justas. Cada guerra es una destrucción del espíritu humano y lo malo es que encima habrá que darle la razón a Marco Tulio Cicerón cuando decía que el dinero es el nervio de la guerra. ¿Qué sentido tiene reir hoy las gracias de un tirano o de un dictador y mañana querer acabar con él llevándose por delante, con bombardeos más o menos sofisticados, a ancianos, mujeres y niños? La vulnerabilidad de las víctimas inocentes, en un caso u otro, produce siempre un dolor sin respuesta. Las instantáneas de hoy como las de ayer siguen horrorizándonos.

El papa Wojtyła repetía que no habrá paz en la tierra mientras perduren las opresiones de los pueblos, las injusticias y los desequilibrios económicos que todavía existen. El egoísmo nos aleja del desarrollo, la solidaridad lo multiplica.

Manuel Bellido

por @mbellido

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