Ayer en el supermercado, mientras esperaba mi turno para pagar en caja, escuchaba sin querer parte de una conversación casi enternecedora de dos chicas de apenas 15 ó 16 años. Una de ellas decía: “Tengo unas extrañas ganas de flores, de fruta, de mar…” y la otra respondía: “Ese sentimiento se llama amor y aunque te rías de lo que te digo verás que muy pronto te acostumbrarás a eso”. Yo también creo que el amor produce esas sensaciones, porque también con esa edad las probé. Creo desde entonces en el amor como se cree en Dios, con una fe casi absoluta, sabiendo que suele vacilar cuando uno razona demasiado. También a esa joven edad compartía con William Shakespeare la teoría de que la música es el alimento espiritual de los que viven de amor. Después, con los años, comprendí que la felicidad del amor no puede depender de las canciones que escuchamos. El sonido de fuera no tendría que ahogar o ampliar el sonido de dentro. No se puede arriesgar el cambio de sentimiento si el ritmo o la melodía cambian, si la música se acelera y se convierte en marcha y la dulzura se transforma en agitación. Sin duda es mejor defender ante cualquier alteración externa nuestras propias palabras o silencios. El amor no es solo un sentimiento alimentado por elementos externos y en momentos determinados. El amor no es poesía, el amor puede ser contado en poesía. El amor es una decisión porque requiere entrega y dedicación, respeto, admiración y comprensión. Yo también tengo hoy ganas de frutas, de flores y de mar…, sin embargo, es fruto del cansancio de todo un año de trabajo. Tendré que pensar en irme algunos días de vacaciones.

por @mbellido

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