Una de las exigencias de los tiempos que corren es la de procurar que convivan gobernabilidad y democracia a todos los niveles institucionales, haciendo efectiva la función decisoria  de la política pero sin sacrificar la soberanía popular en el altar de la eficacia de gobierno. Se trata de un difícil equilibrio en esta etapa de la historia donde el poder que mueve los hilos de la economía y de la política global  muestra un rostro cada vez más anónimo. Parece como si, en el transcurso de los siglos,  el poder se haya ido escapando de las manos de personas con rostro, nombre y apellido para recaer en mecanismos desconocidos que parecen auto regularse sin un mínimo de humanidad. Los ciudadanos viven desorientados al no encontrar a nadie que responda en primera persona a sus preguntas o exigencias. Constantemente vienen transferidas sus reclamaciones  o requerimientos a un infinito subseguirse de instituciones superiores  y anónimas. Cuando el director de nuestro banco no tiene una respuesta, transfiere dicha responsabilidad a la dirección regional, si allí tampoco hay respuesta, se trasladará a la central, más tarde al Banco de España y posteriormente a otras instituciones europeas o mundiales, mecanismos que regulan el valor de nuestro dinero, el interés de nuestras hipotecas y la financiación de nuestros negocios, sin tener en cuanta quiénes somos y qué necesitamos verdaderamente.  En muchos aspectos, y no solo en el económico, vemos que se va descargando sucesivamente la responsabilidad en estancias cada vez más lejanas, en las complejas lógicas de macro organizaciones de las que  no conocíamos ni siquiera la existencia. De este modo asistimos día a día a un crecimiento de lo impersonal, de lo anónimo y de una neutral gestión del Sistema, cuyas reglas de conducta son en sí auto legitimadoras, sin tener en cuenta si los efectos producidos sobre las personas son beneficiosos o perjudiciales. El poder concebido así y mal usado se puede convertir en algo peligroso porque, mientras éste crece en posibilidades, medios, conocimientos y frialdad, las personas se debilitan en su capacidad legítima de elección. El ciudadano puede convertirse para un poder anónimo en  el eslabón necesario pero no indispensable de una cadena cuya ley condiciona las acciones de las personas pero no responde a la intencionalidad de sus voluntades. El peligro es que, cada vez más, se vaya sustituyendo la relación interpersonal con la relación sistémica de funciones, creando entes institucionales  que no siempre responden y con los cuales no se puede dialogar. El poder puede convertirse en enemigo del hombre sino se pone a su servicio. Uno de los valores que tienen que inyectar savia nueva a la política y a la economía es el humanismo consistente en hacer que la persona, las personas,  vuelvan a estar al centro de la vida política y social,   tratando de conjugar la inevitable complejidad de las relaciones sistémicas con un espíritu de servicio que evite la alienación de quien lo sufre y de quienes lo ejercitan. Cuando el poder reniega de su raíz humana manifiesta gérmenes maliciosos, egoístas  y corruptos y se prepara para, antes o después, precipitar perdiendo su legitimación. No es necesario recordar los casos de prevaricación y corrupción política que constantemente salen a la luz y que derriban, como fichas de dominós, a todos sus implicados. Es por eso que a menudo el ciudadano percibe una política de chapuza, los políticos pasan a ser parte del problema no de la solución. Todo el día estamos escuchando declaraciones que van dejando un rastro de quejas y comentarios negativos y los políticos se olvidan de que a la gente le gusta seguir a personas que transmiten esperanza inspirando confianza. Algunos partidos están forjando en su militancia una legión de pesimistas crónicos. Sus portavoces dan la sensación de estar siempre cabreados, como son los de algunos partidos de la izquierda, o de ser plañideras de profesión como está mostrando en estos meses algún dirigente nacionalista catalán. En la política española y europea faltan líderes con rostro humano. No nos engañemos, el poder instituido no es sinónimo de liderazgo. Algún presidente autonómico tiene mucho poder y poquísima autoridad. Si quisiéramos un ejemplo universal opuesto, Teresa de Calcuta tenía muchísima autoridad y exigüísimo poder. Si se quiere restaurar una eficaz relación entre política y sociedad, habrá que ir reformulando las reglas del juego político. Acceder a la política tiene que dejar de ser el anhelo a una posición de prestigio en la escala social y a la satisfacción del instinto de dominio, el pedestal para afirmar la propia superioridad, el lugar donde incrementar bienes personales o familiares. Acceder a la política es ejecutar con responsabilidad y sacrificio el mandato otorgado por los ciudadanos, dando cuenta periódicamente de los resultados, manteniendo independencia de juicio y capacidad de salvaguardar la ética de los fines y los medios. Servir siempre al bien común.

por @mbellido

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