Me pregunto a menudo cuánto sabemos de esas personas que, apiñadas en una barca, llegan a nuestras costas o a las costas italianas o griegas. Cuando les vemos en las imágenes que nos ofrecen los telediarios, sus rostros reflejan dolor, hambre, frío, tristeza y, sin embargo, no siempre podemos decir que conocemos el verdadero motivo de esa huida que emprendieron un día desde su tierra de origen hacia nuestro continente. Sabemos que muchos de ellos han emigrado a la fuerza debido a la persecución que sufrían por motivos étnicos, políticos o religiosos. Imaginamos, pero no conocemos en profundidad y en detalle, todo aquello que han padecido en su travesía, y hasta antes de emprenderla, a causa del maltrato, de la discriminación, de las humillaciones morales y físicas impartidas con intolerancia racista y afán de lucro por esos traficantes de seres humanos, unas mafias que sin escrúpulos les han sacado hasta el último céntimo para que, en condiciones inhumanas, atravesaran el mar y llamaran a la puerta de Europa.

Poco sabemos y, a veces, aún menos queremos saber de ese mundo que llamamos “Tercer mundo” refiriéndonos a esos países periféricos, subdesarrollados, que registran los peores índices de atraso económico-social, las tasas más altas de analfabetismo, hambre, carencia hospitalaria y escasa expectativa de vida de seres humanos, como nosotros, que para los occidentales que se sienten de serie A aparecen como alienígenas sin alma. No se sabe qué es peor, si el silencio de la indiferencia o el tono con que se habla de la valla de Calais para frenar la crisis migratoria que toca a las puertas de Londres. No se sabe qué es peor, si la espera antes de subirse en una patera para atravesar el Estrecho o el Mediterráneo o las condiciones infrahumanas de los campamentos de Calais, que no reúnen siquiera las condiciones de los campamentos de refugiados de guerra.

Las palabras que Francisco pronunció en agosto a este propósito fueron capaces de dar la vuelta al mundo y probablemente de ser comprendidas por cualquiera, en cualquier parte del planeta, incluso por aquellos ojos que no quieren ver y por aquellos oídos que siguen sin querer oír: “Rechazarlos es un acto de guerra”. Así lo afirmó, en ocasión del encuentro con jóvenes tomando como ejemplo, el drama que se está produciendo en Asia, donde los “rohingya”, población musulmana que huye de Myanmar, son rechazados de un país a otro, sin encontrar hospitalidad. “Cuando llegan a un puerto, a una playa, les dan un poco de agua, algo de comida y los devuelven al mar, este es un conflicto no resuelto, esto es la guerra, esto se llama violencia, se llama matar”.

Tragedias como esta, o como las que se repiten día a día en Siria donde las milicias del DAESH secuestran, persiguen y matan a cristianos, empujan a familias y a comunidades enteras a cortar las raíces que les une a su tierra y a huir en busca de una vida en paz: son estos los horrores de guerra que fabrican prófugos en muchas partes del mundo. Y quien no quiera reconocerlo favorece con su silencio a muchos dictadores, explotadores, traficantes y verdugos corta gargantas que seguirán lucrándose sin miramiento alguno con la tragedia humana.

Estamos cansados de esta política vacía, sin ideales y sin iniciativas, que termina vaciando los corazones de generosidad y llenándolos de resentimiento.

La UE sigue sin decidirse. Muchos los llaman clandestinos y, sin embargo, son hermanos, es gente que sufre y que necesita ayuda. Se necesitan corredores humanitarios custodiados por la UE o por la ONU, se necesita trabajar en los lugares donde se originan estos dramas. Sirven ideas claras y responsabilidad, sirve que dejemos el cinismo fuera de los Parlamentos, que dejemos de mirarnos al ombligo con populismos e independentismos varios y alarguemos el corazón a dimensiones más universales para que consigamos, lo antes posible, que todo el mundo, en paz, sea nuestro país.

 Manuel BELLIDO

Con permiso

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