Por conversaciones que suelo mantener con varias personas, tengo que reconocer que muchos sectores de la población no son  conscientes de tantos malos entendidos de lo que se dice sobre la actual crisis económica y la verdadera situación en la que se encuentra España con respecto a Europa, a los mercados y al mundo anglosajón. Sin embargo, esos malos entendidos  continúan siendo divulgados y amplificados por aquellos que viven de las perturbaciones organizadas o por quienes necesitan sacar rédito político. Hay dos palabras que en estos meses se repiten hasta la saciedad y que parecen tener connotaciones mágicas: austeridad y crecimiento. La primera no gusta  porque trata de severidad y rigidez en la forma de obrar o vivir, habla de sobriedad, de no deberle nada a nadie y no vivir por encima de las posibilidades reales. La segunda se ha convertido en una especie de becerro de oro, como el construido por los israelitas a espaldas de Moisés, como si con solo pronunciarla bastase para resolver los problemas. El lenguaje comunica ideas, evoca ideas. Cuando se oye una palabra se activa en el cerebro una especie de marco. Es lógico, por tanto, que escuchando las palabras austeridad, recorte o medidas, la gente tenga la impresión de que todo eso va en contra de su propio interés y lo rechace. Sin embargo, escucha la palabra crecimiento, que significa aumento de tamaño, cantidad o importancia, y en las mentes  de las personas se activan sensaciones de factores buenos y favorables.  Esta palabra repetida una y otra vez ocupa un lugar prodigioso en el entramado cognitivo, emocional y vital de las personas que les hace, aún más, rechazar cualquier medida que vaya encaminada a sanear las cuenta del país. Si además se le añade a este mensaje la idea que “las políticas  del Gobierno nos hunden más en el pozo de la depresión económica y la regresión social”, se pone en movimiento en el interior de la gente un impulso a protestar sin razonar y a movilizarse  en busca del paraíso perdido. El artefacto del lenguaje se cocina en las oficinas de propaganda de los partidos, sindicatos y otros centros de poder con la intención de hacerlo estallar en las cabezas de los ciudadanos, conscientes como son, de las circunstancias, del cabreo generalizado, de las penurias de los parados y del miedo de ciertos colectivos a perder su status. Se consigue que todos estos ciudadanos, presuntamente heridos y maltratados por el capitalismo, sean un potencial con posibilidad de convertirse en elementos útiles en la defensa de los intereses, un poco utilitaristas, de algunos sectores. En el fondo, la historia se repite una y otra vez y, el pueblo, termina convirtiéndose en carne de cañón para el poder.

 

Difícil, por tanto, gobernar en estas circunstancias en España, por la doble dependencia de votantes y mercados. Económicamente tenemos mucho que ganar si cumplimos a rajatabla los presupuestos generales y de las comunidades autónomas. Lo que quiere decir aplicar la austeridad. Por otra parte, nada ha demostrado hasta ahora, que la posición keynesiana basada en la  expansión presupuestaria garantice siempre el crecimiento. Además, con la deuda descomunal y los intereses que debe España a los mercados, me pregunto, cómo se podría aplicar esa expansión estatal monetaria. España tiene que cumplir con el 5,3% a pesar de la desviación de algunas comunidades autónomas y de lo complicado del escenario. A partir de ahí sí se podrá hablar de empezar a crecer. El orden de actuación es poco discutible y diáfano: control del déficit público mediante políticas de austeridad, sostenibilidad de la deuda soberana y medidas de apoyo al crecimiento. Se puede incluso soñar que la esencia de las soluciones sea gastar de nuevo lo que no tenemos, aunque sepamos que cuando lo hemos hecho en legislaturas anteriores  no nos ha ido bien y, además en las circunstancias actuales, nadie nos prestaría, sino a precio de usura. Una cosa es la indeterminación del sueño y la utopía y otra es el ejercicio responsable de gobierno con los pies en el suelo.

por @mbellido

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