Me sorprende a menudo la paradoja de que para enunciar una realidad terminamos imaginando, creando y usando otras cosas, incluso contrarias o que no tienen nada que ver con lo vivido y que, por arte del lenguaje, incorporamos al relato para expresarnos mejor. La realidad es la que es y no tendría necesidad de ser ayudada para explicarse, sin embargo, nuestros límites de comunicación o comprensión nos hacen a veces enlazar palabras en un nuevo racimo de pensamientos para que luzca mejor lo que contamos. He encontrado una carta de mi madre de hace muchos años, escrita con esa caligrafía redondeada y elegante que siempre me sedujo. En la carta describe como era yo en mis años jóvenes, como ella veía y comprendía mis vivencias de aquella estación primaveral. Leyendo aquellas cuartillas veo el largo camino que me ha conducido hasta aquí, pero lo hago entre renglones, no obstante el ritmo, los adornos y la mirada que mi madre incorporaba a su relato. ¡Qué bonita la forma en que una madre cuenta de un hijo al que quiere! Un verdadero deleite visual, que, como decía antes, hace que la realidad narrada luzca más que la realidad vivida.
De alguna manera, la carta de mi madre encierra esa característica de algunos souvenirs, la de expresar una realidad y a la vez ser parte de la ficción.
Hablando de mi vocación artística y de mis flirteos con la pintura en aquellos primeros años en Florencia, ella me percibía casi como “Alicia en el País de las Maravillas”, me veía como un artista realizado, mientra que la realidad era algo más fragmentada, menos lineal y más terrenal. Sencillamente pintaba porque era un modo de ganarme la vida y, por supuesto, casi nada de lo que pintaba tenía que ver con lo artístico.
La realidad a veces es una invención. Cuando uno lee o escucha una palabra se activa en el cerebro un marco y este filtra de todo y se adecua a nuestra visión del mundo. Leyendo la carta de mi madre comprendo las aspiraciones de felicidad hacia mí en aquellos años. El deseo que siempre tuvo de darme una existencia feliz le hacía ver en cada experiencia mía la esperanza de que así fuera. Sin embargo, yo recuerdo algunos momentos de aquellos años como un sueño agitado en busca de un camino, no como una meta brillante donde había conseguido llegar para dormirme en los laureles. Llevaba un diario en aquel tiempo que me ayudaba a realizar un seguimiento de mis progresos, y me servía también para plasmar mis pensamientos y sentimientos. En el diario las vivencias se convertían en palabras y éstas en hechos. Hablar conmigo mismo, sinceramente, siempre me ayudó a responsabilizarme, a contrastar lo que otros veían con mi visión personal, a dirigir mis acciones.
Me viene en estos instantes a la mente un pensamiento de Anna Freud: “Me he pasado la vida buscando confianza y fuerza en el exterior cuando todo estaba dentro de mí”. Los contrastes entre el mito personal y la realidad práctica pueden darnos algún que otro disgusto. La imagen que proyectaba en mi madre y la que yo tenía de mi mismo no eran iguales. El esfuerzo por no apartarme de la realidad y hablarme siempre sinceramente me ayudó a progresar tanto como el cariño de mi madre. Necesitaba los dos.