Volvía de visitar la Ciudad Prohibida, residencia imperial y de su corte desde la Dinastía Ming hasta el final de la dinastía Qing. Había viajado a la República Popular China por trabajo, pero durante unos días pude visitar a fondo Pekín. El taxi me dejó cerca del hotel y decidí caminar un poco antes de subir a mi habitación. Había dejado a mis espaldas un mundo mágico, que aún se podía respirar en sus casi mil edificios distribuidos y ordenados en una superficie de 720.000 m2. Me había reflejado en el espejo del pasado y necesitaba asimilar tanta cantidad de sensaciones. Había dejado la zona de hoteles y comercios y me había adentrado en un barrio más popular. Mientras deambulaba sin saber exactamente donde ir se acercó a mí una mujer joven que intentaba, en una especie de inglés más o menos compresible, entablar una conversación conmigo. Me dijo que tenía hambre y me pidió que la invitara a comer en un McDonald’s. Nos sentamos y ella devoró, literalmente, una hamburguesa gigantesca. No se si mentía mientras me contaba de su vida, me decía que vivía en una zona rural cerca de la capital y que había venido a visitar a sus parientes. Yo observaba sus manos y sus sienes, fiel memoria de una vida trabajada y probablemente sufrida. Su mirada reflejaba días desiertos y cristales de soledad. Su hambre era de esa de quien no tiene y no ha tenido nunca nada y se sustenta solamente en el arte del olvido. Le pregunté si era feliz y dudó. En aquel instante lo era. Su vida era corta y al mismo tiempo repleta de horas largas. Horas atiborradas de pensamientos de supervivencia. Nos levantamos y volvimos a caminar por la zona comercial. Me pidió que le comprara un vestido. Se paró delante de un escaparate de una tienda de lujo y señaló una chaqueta. Entramos y mientras buscaba entre las perchas la prenda deseada un dependiente cruzó con ella unas palabras secas y malhumoradas que la hizo retroceder y salir de la tienda. No entendí el significado de lo que le había dicho pero probablemente le habría dado a entender que no era una presencia grata en aquel lugar. Su mirada se volvió de nuevo triste y aquel instante se volvió profundo como un mar revuelto por la tempestad. Saqué unos billetes de la cartera y se los ofrecí. Ella los apresó ávida y me pidió más. Ese dinero se había convertido en oscura maravilla, dicha que borraba por un momento el dolor de su frente. Llegamos a las puertas de mi hotel y ella me pidió de subir conmigo. En ese instante parecía que un volcán sus venas dilataba y sus ojos rescataban un brillo en llamas. Quise ahorrar pesadumbres y que solamente la noche, aquella vez, se sirviera de su fragancia. Mis ojos se volvieron nieve para derretir su llama y tomé sus manos entre las mías sin pretender helarlas. En aquel viaje estaba aprendiendo a agradecer los modestos o ricos dones de cada instante: un palacio, una prenda de seda, el sabor del pato laqueado a la pekinesa, la memoria recobrada en la plaza de Tian An Men, el Show Acrobático típico de Pekín en aquel teatro al aire libre, la espectacular y grandiosa obra arquitectónica de la Gran Muralla China, la belleza del Templo del Cielo o los regateos en el Mercado de la Seda y, ahora, Xiāng huā, flor fragante. Ella me había regalado una ráfaga de vida. No ignoré el presente que ya era porvenir y olvido. Hoy puedo recordar su nombre sin amargura. Exquisita percepción de un momento pasado límpido como las aguas de un torrente.

por @mbellido

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