El término Eutanasia procede del griego, eu (bien, buena) y thanatos (muerte): buena muerte, muerte feliz, pacífica, sin dolor. Este vocablo  me suena ambiguo y siempre me ha costado entender que desde ciertos partidos políticos se tratara de impulsar leyes que, en el fondo, lo que pretenden es justificar  y camuflar lo que, en definitiva, significa  acelerar el proceso de muerte de un enfermo terminal, para quitarle la vida.  A finales del pasado mes de enero leía, entre las novedades del Consejo de Europa, la resolución 1859/2012 titulada “Protección de los derechos humanos y la dignidad teniendo en cuenta la voluntad previamente expresada por los pacientes”.  La firma de esta resolución apuntaba un criterio diáfano: “la eutanasia, en el sentido de muerte intencional por acción o por omisión de un ser humano dependiente para su supuesto beneficio, debe ser siempre prohibida”. Esta manifestación tan contundente me sorprendió  gratamente y, por supuesto, me hizo reflexionar sobre el valor de la vida. Siempre he creído que la vida humana es un regalo inmenso y que su conservación es una obligación moral que se halla inscrita en la ley natural. El mandamiento “no matarás” puede que no le diga nada a los políticos que la impulsan, pero, lo quieran o no,  establece desde la conciencia natural del ser humano el punto de partida de un camino de verdadera libertad que nos lleva a promover activamente la vida. Interrumpirla es inmoral. Por supuesto, en ningún caso, ni el médico, ni el Estado, a través de sus sistemas de salud ni de legislaciones ideológicas, pueden apropiarse del cuerpo del paciente  y  solventar la última etapa de su vida. ”La expresión de las últimas voluntades, a través  de lo que se denomina el testamento vital, es un óptimo instrumento para permitir a los enfermos que expresen por adelantado  su voluntad. Creo que la muerte no debe ser causada pero tampoco absurdamente retrasada. Es de lógica interrumpir tratamientos médicos dispendiosos, peligrosos, o desproporcionados a los resultados y, en muchos casos, se trata también de rechazar  el encarnizamiento terapéutico que no conduce a nada. Lo que siempre me ha desconcertado es la creación de leyes que permitan producir  la muerte de una persona por el simple hecho de ser vieja, inútil, anormal o moribunda. Algo así no está justificado por ningún código moral, ético o religioso.  Cuando alguien enfermo apela a la eutanasia, en realidad no está pidiendo su propia muerte. Lo que busca es poner término a una situación de sufrimiento, soledad, discapacidad, no quiere seguir molestando y estorbando a sus familiares, está agobiado por turbaciones interiores, depresiones, incomodidad y  debilidad….  Situaciones que le suponen una montaña muy difícil de escalar. En realidad ese enfermo necesitaría no la muerte sino otra ayuda más a su medida. Por tanto, no es la eutanasia la respuesta. La respuesta sería, además de sanitaria, psicológica y afectiva. El amor puede resolver muchas situaciones y hacer que trances muy difíciles sean más llevaderos. Antes de matar habría que preguntarse si se ha hecho todo lo posible por hacerle más soportable la enfermedad a esa persona.  Sigo creyendo que es mejor tratar de aliviar el dolor antes que resolver el problema con una condena a muerte.

Manuel Bellido

 

por @mbellido

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